Eliminar autónomos, un autoengaño/Bryan LeBarón
30 años después
Esta tarde rescaté del fondo de triques una caja sellada y etiquetada como “primera etapa”. Se refería a la época inicial de mi trabajo como reportero.
La abrí y encima resaltaba un sobre con fotografías del que extraje el paquete con fotos de esa época cuando aún era estudiante de periodismo (así se llamaba antes la carrera que después fue ciencias de la comunicación y otros calificativos) y hacía mis pinitos en el periódico El Nacional de México.
En una de las gráficas aparecía yo con viejos reporteros; en otra con grandes artistas a su llegada al aeropuerto de la ciudad de México o con mandatarios de otros países y gente famosa de esa época. Luego, un nudo se me hizo en la garganta… Marielena; esa hermosísima jarocha de tan sólo 18 años que me había robado el corazón. Ni yo ni ella supondríamos el brutal final de ese amor que quedó marcado en mi alma.
Después de observar una y otra vez a Marielena no dejaba de proyectarme a ese año cuando nos fue tomada la fotografía. En el reverso: “Con todo mi amor. 18 de septiembre 1985” y su nombre.
Cómo no recordar a ese gran amor.
Con esa fotografía retrocedí 30 años: toda mi juventud, hasta encontrar en lo profundo de mi mente el rostro de Marielena. Su cabello negro como el azabache, quebrado, caía suave sobre sus hombros, brillaba a contraluz como la obsidiana. Cómo no recordar esos ojos, grandes, que cuando suspiraba se abrían como perlas negras bañadas de sol.
Su piel era agradable al tacto, tersa como la de un bebé; morena clara, quemada por el sol y las arenas de Veracruz. Al acariciarla, la palma de mi mano sentía que se resbalaba en un suave melocotón.
Imposible olvidar su cantarina voz; la de una chiquilla jarocha; o su caminar coqueto con los libros bajo el brazo atravesando la Ciudad Universitaria.
Los rostros de las personas se van difuminando con el tiempo, como también el amor o el cariño. Sin embargo, con Marielena no ha sucedido así, su rostro se clavó en mi mente para siempre.
La última vez que nos vimos, nos tomamos de la mano mientras disfrutábamos el ambiente universitario.
-Hoy cumplimos seis meses de novios y me gustaría invitarte a un lugar que seguramente te agradará: Los comerciales, en San Ángel, le dije.
-Deja que pida permiso a mis papás.
Se dirigió a un teléfono de veintes y llamó a la casa de sus padres para avisar con quién saldría.
-Todo listo – dijiste.
El fotógrafo del lugar nos tomó un par de placas que nos presentó más tarde. Ambas estaban magníficas. Las adquirí y acordamos dedicárnosla mutuamente.
Más tarde enfilamos a casa de sus papás en la colonia Roma.
-Hoy es 18 de septiembre y ha sido un maravilloso festejo de medio aniversario. Comentó en son de broma.
-Paso por ti mañana a las 8:30 para irnos juntos a la universidad –comenté antes de darle el beso de despedida.
Desperté temprano y después de tomar un baño preparé mis cosas para ir a la universidad. Eran los últimos meses de la carrera y tenía que hacer un esfuerzo mayor. Tomé un vaso de leche y un pan muy de carrera.
Me encaminé a la puerta y sentí un pequeño tirón. El suelo se comenzaba a mover.
-Otro temblor, uno más –pensé, sin darle importancia de momento.
Sin embargo, no era otro más, era algo diferente. Veía las paredes que se movían. Se retorcían, como si alguien tratara de exprimirlas igual que a un trapo.
Traté de llegar a la puerta, pero el movimiento del edificio me lo impedía, mientras que crujían los muros sin parar. Seguía y seguía.
Dos minutos interminables que movían a la ciudad sin misericordia.
Terminó el terremoto, aunque aún quedaba la sensación de que la oscilación continuaba. Tomé el teléfono y marqué a la casa de mi novia sin obtener respuesta. Luego mi aparato se murió, como muchas otras cosas murieron en esta ciudad.
Salí del departamento y me dirigí al automóvil. Enfilé hacia la colonia Roma para saber de Marielena.
Cuando logré llegar a la calle donde vivía, una patrulla, además de los escombros, la cerraban.
Mi estómago se retorció y mi cerebro dejó –creo- de funcionar pues hubo un espacio negro, una ausencia durante esos segundos.
-¡Soy periodista! – grité mientras me colaba hacia el centro de esa calle.
-No hay nada que ver, sólo escombros. Dos edificios de departamentos se aplastaron como pasteles –comentó el patrullero que impedía el paso a los curiosos.
-Seguro no hay supervivientes –añadió el otro patrullero.
-¿Qué hago? ¿Qué hago? –me preguntaba mientras caminaba de un lado para otro viendo un enorme apilamiento de piedras y cascotes.
-¿Tiene familiares aquí joven? – me preguntó uno de los voluntarios de las brigadas que se comenzaban a organizar.
-Mi novia con sus papás –alcancé a medio balbucear.
-Qué pena. No creo que haya nadie vivo. Piso por piso se aplastaron sin dar oportunidad a nadie de protegerse o escapar.
-Habrá que esperar a que lleguen los trascabos para comenzar a remover los escombros –comentó otro voluntario que consiguió de algún lado una cinta roja para delimitar el lugar.
Caminé hacia donde estuvo el edificio. No dije nada, sólo me incliné y tomé primero un trozo de piedra y lo aventé hacia atrás. Luego otro y otro; desesperado, quería llorar, llorar, llorar hasta que no quedaran más lágrimas en mis ojos.
Llegó el momento en que no sabía lo que estaba haciendo. Todavía traía mi traje y la corbata anudada a mi cuello, algunas lágrimas reprimidas lograban escapar de mis ojos. Con una mano limpiaba mi cara mientras con la otra, en un esfuerzo inútil, estúpido, trataba de remover la enorme pila de escombros en la que se había convertido el edificio donde estaban Marielena y sus papás.
Empolvado de pies a cabeza, las manos sangrando con ese arranque, quería seguir hasta que acabara con la última gota de mis fuerzas.
-Espere la ayuda joven –señaló alguien.
-Venga acá; vamos a esperar –dijo una mujer ya madura que me apretó contra su regazo, mientras también dejaba correr unas lágrimas solidarias por sus mejillas.
Mi vista se dirigía hacia esos restos mientras apretaba mis manos que estaban hinchadas, sangrantes, después de ese esfuerzo inútil; mis puños, impotentes, no tenían ya la fuerza para salvar lo que en ese momento era lo único valioso en mi vida. No recuerdo cuanto tiempo estuve parado frente al montón de piedras.
Para los cuerpos de voluntarios que se formaron de la nada había lugares donde podría haber vida y por tanto los edificios colapsados totalmente no fueron tomados en cuenta de inmediato. Busqué descansar bajo el quicio de una puerta en la acera contraria y allí me amaneció. La misma mujer que me había consolado el día anterior me llevó una taza de atole y un tamal.
-Coma joven. Todos le acompañamos en su dolor, pero ya reaccione. Dijo.
Por la noche, una réplica de 7.3 grados sacudió los escombros. Fue tal el movimiento que si estuviera algún cuerpo en esos cascotes hubiera terminado de fraccionarlo.
Mientras observo la fotografía en la que aparecemos los dos recuerdo cómo las yemas de los dedos de mis manos se habían convertido en un amasijo de piel, carne y sangre en ese esfuerzo sobrehumano, inútil, de hace 30 años.
Marielena nunca apareció.