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MÉXICO, DF., 12 de junio de 2014.- Un joven desciende por la estructura de acero instalada en el Zócalo capitalino para que la gente viera el inicio del Mundial de Futbol en pantallas gigantes. “Fifa go home!”, dice una cartulina que muestra a modo de protesta. La policía del Distrito Federal lo espera pacientemente para aprehenderlo. El joven lo sabe. Lleva todo el partido trepado entre los tubos de fierro.
La gente le presta poca atención. Las miradas están puestas en la Arena de Sao Paulo, en los últimos minutos del partido inaugural de la Copa del Mundo. El ánimo es templado pero la gente quiere involucrarse en la fiesta planetaria del futbol, que ocurre una vez cada cuatro años.
Previo al partido, el Gobierno del Distrito Federal lanzaba su propio tema musical para ambientar la celebración deportiva, titulado La Ola, interpretada por Paolo Botti, un peculiar personaje de la farándula egresado La Academia, el programa de Televisión Azteca.
“¡La ola se mueve!”, clama el conductor. La gente sacude los aplaudidores patrocinados por una marca de ropa. Algunos juegan futbol en una cancha de pasto sintético montada a un costado del escenario. La música y el bullicio del televisor no coinciden con las sonrisas tenues que se observan entre el público. La exaltación de la pasión futbolera no termina por desbordarse. Quizá la de los mexicanos estén guardándose para el viernes cuando México se juegue parte de su futuro contra Camerún, futuro que pareciera estar más en manos de los pupilos del Piojo Herrera que en el debate simulado que los legisladores mexicanos sostienen en el Congreso en torno a la reforma energética.
Esa extraña paradoja de ponerse la verde y defender la patria pegado al televisor. El futbol como último reducto posible del nacionalismo.
Los organizadores de la celebración mundialista en el Zócalo capitalino esperan 200 mil personas para el juego del Tri del viernes. Eso no impide que los más extravagantes personajes lleguen a la plancha de la Plaza de la Constitución para disfrutar del duelo entre Brasil y Croacia.
Uno de ellos es Sebastián Alarcón. Hace cuatro años asistió al Zócalo para ver todos los partidos del Mundial de Sudáfrica 2010. Enfundado en la camiseta croata, advierte que este año repetirá la hazaña, pues asegura que vivir la fiebre mundialista en aquel sitio “es una de las mejores experiencias de mi vida”.
Con el silbatazo inicial la gente se multiplica como por arte de magia. El sol abrasivo no es impedimento para que la gente siga atenta cada jugada. El defensor brasileño Marcelo provoca algunas reacciones al anotar el primer gol del campeonato en puerta propia. La tensión comienza a crecer. Un grupo de chicas originarias de Brasil, guapas y curvilíneas todas, brincotean nerviosas, pero eso no les impide tomarse la foto con los aficionados mexicanos. Un chanclazo de Neymar va directo a la base del poste del portero croata y besa las redes. Eso les devuelve la esperanza y de las fotos van a los besos y los abrazos, para regocijo de los nacionales.
El partido se hace espeso. Mucha expectación y pocas emociones. La gente recobra el ánimo al medio tiempo, mientras se reparten balones desde el escenario y un grupo de caribeños le ponen ritmo al asunto.
Llega el segundo tiempo. Penal dudoso a favor de Brasil. El público grita de emoción y mienta madres al mismo tiempo. Un clavado de Fred dentro del área al minuto 68 abre la puerta para que la verdeamarehla le dé la vuelta al marcador. Neymar se toma el balón, lo acomoda, se toma su tiempo antes de enfilar con pequeños pasos hacia la puerta y soltar un disparo a media altura que apenas entra a la puerta enemiga, rozado por las manos del arquero croata.
El partido se afloja. Dos empleados con el uniforme de una papelería se niegan a ser fotografiados para evitar toda posibilidad de que sus jefes se enteren que se han ido de pinta para ver el partido. Ambos suspiran al ver la anulación de un gol de Croacia por una presunta falta sobre el portero brasileño.
En la recta final, una escapada del habilidoso Óscar sella el marcador con un inesperado punterazo desde los linderos del área. Todo felicidad para unos, resignación para los menos. Acaba el partido. Un contundente tres por uno. La gente se marcha del Zócalo.
El joven trepado en la estructura metálica sabe que ha llegado el momento de bajar. Muestra su mochila para mostrarle a las cámaras que no porta armas. Resbala su cuerpo. El arresto es inminente. Se amarra con las piernas a los tubos de fierro y despliega su manta.
“Está chido el futbol banda, pero hay que luchar por nuestros derechos, por el metro”, grita en señal de protesta. Los conductores del evento arrojan balones al público, ignorando al manifestante cuya voz se pierde entre un mar de aficionados peleándose por la potestad del balón.
Y mañana será otro mañana. El Zócalo espera. México también.