Niños devorados por la violencia
La libreta
Jose fue la abuela buena (*) con la que disfruté parte de mi infancia y de la que recibí enseñanzas para el resto de mi vida. Parte de esas sabidurías emanaron de su libreta de deudores.
En alguna ocasión, durante mi visita al pueblo donde vivía, analicé por enésima vez su libreta en empastado rústico y con la huella de los años encima.
Pero, comencemos por el principio: Ella tenía terrenos cuyas cosechas le permitían vivir sin precariedades; además de una tienda pueblerina donde uno encontraba artículos que se pensaba habían dejado de existir hacía décadas.
-Jose –le dije una vez– qué pasa con tanto deudor que aparece en la vieja libreta.
Abrió el cuaderno en la primera página que cayó. Con su letra antigua, clara y simétrica, apuntó con el dedo el primer nombre.
-Ella es una muchacha del rancho. Su marido se fue para los Estados Unidos y no ha sabido nada de él. Aquí le anoto lo que necesita para ayudarse a darle de comer a sus hijos.
Nuevamente recorrió las páginas y apareció ahora el nombre de un varón.
-Él acumula la cuenta y cuando viene la época de barbecho de los terrenos me paga con trabajo; así no pasan hambre sus hijos. Otro ranchero se encargaba de limpiar el traspatio y uno más le traía alfalfa para las gallinas o para cualquier otro animal doméstico que esperaba turno para integrarse a la cazuela.
Más adelante aparecía el nombre de otra mujer que acumulaba deuda por azúcar, pan y mejorales para los niños.
-A su hombre lo mataron en la capital y quedó sola con su terrenito. Ella me paga con huevos que de vez en vez me trae.
Todos, mal que bien le pagaban. El mismo lápiz con que apuntó la deuda la marcaba con la X de pagado. No siempre completo ni a tiempo; pero Jose –que no necesitaba de esas pequeñas deudas- se sentía satisfecha con el trato de sus rancheros.
Así siguió la descripción de cada uno de los personajes que aparecían en la libreta. Por la noche la oía orar por quienes le debían: Que Dios les ilumine y les permita avanzar por la vida sin tanto quebranto, decía. El colmo –para mí- fue escucharla rezar por los asaltantes que mataron a uno de sus hijos. Ellos necesitan más las oraciones que mi hijo.
Todos, o casi todos los que aparecían en la libreta fueron quedando a la vera del camino de la vida. Cuentas insaldables dirían los contables.
Venía poco a la capital y cuando lo hacía era por tres días; asintiendo a la sentencia de que las visitas y los muertos a los tres días hieden.
Una tarde, a los 96 años, aún girita y consciente, esperando acercarse a la mesa para degustar su chocolate y un pan de dulce que había encargado se quedó dormida, para siempre, por toda la vida.
(*) También tuve una abuela medio mala y una abuelastra maravillosa.