Teléfono rojo
Lágrimas
Agua, sodio y potasio. A esto se reduce físicamente una lágrima. Todos sabemos que ella involucra tristeza, alegría, enojo y otros sentimientos que nos vienen desde que nacemos, aunque cada uno a su manera; incluso -se sabe ya- los bebés lloran y derraman sus primeras lágrimas en su idioma materno.
Desde Julio César hasta López Portillo, pasando por Santana o Hitler, los grandes demagogos han llorado con alevosía en los actos públicos para hacerle creer al pueblo que se conduelen de sus desgracias. “Voy a defender el peso como un perro” gritaba y lloriqueaba JLP.
Hay quienes pretenden alcanzar un autocontrol que no busca la aprobación de la sociedad, sino más bien mostrarle cuánto desprecia el pobre consuelo que puede brindarnos una lágrima ante una pérdida irreparable. Las lágrimas, qué sentido tienen cuando el mundo ha perdido todo su sentido.
En alguna ocasión comenté que algo que me molestaba sobremanera era ver lágrimas en una mujer, aunque fuera en una fotografía, sin poder entenderlo. Una amiga me preguntó: ¿Alguna vez viste llorar a tu madre? No, ni en los momentos más difíciles, contesté. Esa es la respuesta, me dijo, quieres que todas sean como ella.
Las lágrimas pueden ser de cocodrilo o sinceras. “Cuídate de las lágrimas de una mujer. Todas ellas son malas, pero las de con cara de inocencia, son las peores” decía Saramago. Ellas controlan sus sentimientos de cólera, apetito sexual, ganas de reír o de llorar; conocen el carácter voluntario o involuntario de la represión lacrimógena. Recordemos que la fuerza hidráulica más poderosa del mundo son las lágrimas de una mujer.
En contraparte, hay gente sensible, mucho, que realmente expresan sus pesares con lágrimas.” Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”, decía Rubén Darío; o la conocida frase que pronunciara García Márquez: “Ninguna persona merece tus lágrimas y quien las merezca nunca te hará llorar”.
Sobre las lágrimas podrían escribirse enciclopedias, llenar todo el mar. También sobre aquellas que caen en la arena y que desaparecen pronto, con la primera ola que llega allende el mar.
Hubo una época en que la casa que se preciara de estar “in” debía tener, por lo menos, un cuadro de un payaso con cara de desconsuelo o un niño pobre muy triste; ambos personajes con visibles lágrimas que corren por sus mejillas. Siempre consideré estas representaciones lacrimógenas de abominables, sádicas y poco estéticas. Afortunadamente, esa fea costumbre ha ido desapareciendo.
Recuerdo que fui incapaz de derramar una lágrima cuando la muerte de mi madre o la de mi padre. Mi presencia en la época de las guerrillas centroamericanas, en la noche de Tlatelolco o la tarde del Jueves de Corpus, el terremoto del ’85 y tantos otros acontecimientos en los que estuve no alteraron mi ritmo cardiaco ni mi ataraxia, esto es, mi estado de ánimo. Con los años he cambiado; mis remembranzas, que incluyen la muerte de mi perro, un pastor alemán o ver una película lacrimógena me exprime la esponja lacrimal hasta inundar la casa.
Recuerdo a Laura Alicia, un amor imposible, a quien expresaba:
Una lágrima brota de mi alma,
porque mi amor no te puedo entregar,
no eres libre, eres de alguien,
y a mi lado nunca podrás estar…
El final de ese amor también lo fue del poema que le compuse y que pronunciaba a su oído:
Y así, cada mañana
Al abrir mis ojos
Al sol le pregunto:
Cómo se dice adiós
A quien se ama.
En la peluquería tomo una revista “Lágrimas y risas”, y mientras la hojeo se escuchan los gritos de mis ciber-seguidores:
¡Quiere llorar…quiere llorar…!