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Armas ciudadanas
Recuerdos del temblor
-¿Te acuerdas María Elena cuando nos vimos en la Universidad Nacional? ¿Auto nuevo? –preguntaste.
-Es un Mustang… no muy nuevo pero jala bien –te dije.
Me diste un apasionado beso y tomaste mi mano mientras dábamos una vuelta alrededor del automóvil.
-Hoy cumplimos seis meses de novios y me gustaría invitarte a un lugar que seguramente te agradará: Los comerciales, en San Ángel.
-Deja que pida permiso a mis papás y te digo en unos momentos.
Se dirigió a un teléfono de veintes y llamó a la casa de sus padres para avisar con quién saldría.
-Todo listo – dijiste.
La avenida de los Insurgentes, con sus 30 kilómetros de longitud y una de las más largas del mundo, siempre ha sido una de las más transitadas de la ciudad; sin embargo, en esta ocasión llegamos rápidamente al restaurante que se distinguía por contener en sus muros y colgados del techo cientos de comerciales de todas las marcas imaginables. Los meseros llegaban hasta tu mesa en patines y estaban vestidos de las maneras más originales.
La toilette de damas generalmente era motivo para que las chicas curiosas cayeran en una broma. En el descanso previo a la entrada o salida, según el caso, estaba una réplica de mediano tamaño de la escultura del David, de Miguel Ángel. La hoja de parra cubría lo que tenía que cubrir, sólo que las chicas que no contenían su curiosidad la levantaban y una chicharra sonaba por el salón; así que al salir la muchacha recibía un cerrado aplauso que por un momento no sabía que lo motivaba.
El fotógrafo del lugar nos tomó un par de placas. Eran los tiempos en que las “sábanas” de carne y los “desarmadores” de vodka con jugo de naranja estaban de moda. Tú tomaste una conga – esto es, jugo de varias frutas, sin alcohol, pintado de granadina.
En esa ocasión me preguntaste si estaba decidido a ser periodista con todos los contratiempos, inconvenientes que esta carrera implicaba, entre ellos el de no atender a la familia por seguir la nota o exponerte a peligros de diferente tipo.
-Ciertamente esta profesión es muy absorbente, pero de eso a dejar a la familia en el abandono hay mucho trecho -aseguré.
El fotógrafo nos presentó las dos placas que nos había tomado. La verdad ambas estaban magníficas. Después de verlas acordamos adquirir las dos y dedicárnosla mutuamente.
Por algún comentario que hicimos los meseros se enteraron de nuestra celebración y en un semicírculo frente a nuestra mesa nos cantaron una canción que por cierto no recuerdo cual fue.
Pedí la cuenta y el fotógrafo nos obsequió con un llavero que tenía un pequeño visor donde podíamos ver una transparencia con la foto que nos había tomado.
Luego enfilamos a casa de sus papás en la colonia Roma.
Mientras ponía mi mano en la palanca de velocidades tu mano se posaba sobre la mía. Créeme que no quería cambiar velocidad con tal de que esa mano, suave, cálida, no me soltara.
-Quiero casarme joven y ver a mis hijos todavía joven –recuerdo que te dije.
-Apenas tenemos seis meses de novios, es prematuro pensar en casorio. Hoy es 18 de septiembre; para el 18 de diciembre hazme la misma propuesta y tal vez entonces haya madurado nuestro amor como para casarnos. ¿De acuerdo? –propusiste.
-Paso por ti a las 8:30 para irnos juntos a la universidad –dije antes de darte el beso de despedida.
Esperé hasta que se apagó la luz de tu departamento de la colonia Roma, y luego, después de abordar mi auto enfilé a la colonia Guadalupe Tepeyac donde siempre había vivido. Mi existencia estaba unida a esa colonia.
Desperté temprano y después de darme un baño preparé mis cosas para ir a la universidad, Eran los últimos semestres de la carrera y tenía que hacer un esfuerzo mayor. Tomé un vaso de leche y un pan muy de carrera.
Había planeado muy bien mi día: ir por Marielena, acudir a la universidad y de allí regresar al periódico donde hacía mis pinitos.
Me encaminé a la puerta y sentí un pequeño tirón. El suelo se comenzaba a mover.
-Otro temblor más –pensé, sin darle importancia de momento.
Sin embargo, no era otro más, era algo diferente. Veía las paredes que se movían. Creo que se retorcían, como si alguien tratara de exprimirlas igual que a un trapeador.
Traté de llegar a la puerta, pero el movimiento del edificio me lo impedía, mientras que crujían los muros sin parar. Seguía y seguía.
Dos minutos interminables que movían a la ciudad sin misericordia.
Terminó el terremoto aunque aún quedaba la sensación de que la oscilación continuaba. Tomé el teléfono y marqué a la casa de Marielena sin obtener respuesta. Luego el aparato se murió, como muchas cosas murieron en esta ciudad.
Salí del departamento y me dirigí al automóvil. Volví la cara para ver si no había daños de consideración en mi edificio y enfilé hacia la colonia Roma para saber de Marielena.
La prolongación de la avenida Reforma era un caos. Aún no sabía del colapso del edificio Nuevo León así que estaba cerrado el tránsito por esa zona; luego tuve que dar un enorme rodeo para llegar a la avenida Cuauhtémoc. Otro caos.
Cuando logré llegar a la calle donde vivía Marielena una patrulla, además de los escombros, la cerraban.
Mi estómago se retorció y mi cerebro dejó –creo- de funcionar; hubo un espacio negro, una ausencia durante esos segundos.
-¡Soy periodista! – grité mientras me colaba hacia el centro de esa calle.
No hay nada que ver, sólo escombros. Dos edificios de departamentos se aplastaron como pasteles –comentó el patrullero que impedía el paso a los curiosos.
-Seguro no hay supervivientes –agregó el otro patrullero.
-¿Qué hago? ¿Qué hago? –me preguntaba mientras caminaba de un lado para otro viendo un enorme apilamiento de piedras y cascotes.
-¿Tiene familiares aquí joven? –preguntó uno de los voluntarios de las brigadas que se comenzaban a organizar.
-Mi novia con sus papás –alcancé a medio balbucear.
-Qué pena. No creo que haya nadie vivo. Piso por piso se aplastaron sin dar oportunidad a nadie de protegerse o escapar.
-Habrá que esperar a que lleguen los trascabos para comenzar a remover los escombros –comentó otro voluntario que consiguió de algún lado una cinta roja para delimitar el lugar.
Caminé hacia el lugar donde estuvo el edificio. No dije nada, sólo me incliné y tomé primero un trozo de piedra y lo aventé hacia atrás. Luego otro y otro hasta que, desesperado, no sabía si llorar, llorar, llorar hasta que no quedaran lágrimas en mis ojos.
Llegó el momento en que no sabía lo que estaba haciendo. Todavía traía mi traje y la corbata anudada a mi cuello, algunas lágrimas reprimidas lograban escapar de mis ojos. Con una mano limpiaba mi cara mientras con la otra, en un esfuerzo inútil, estúpido, trataba de remover la enorme pila de escombros en la que se había convertido el edificio donde estaban Marielena y sus papás.
Empolvado de pies a cabeza, las manos casi sangrando con ese arranque, quería seguir hasta que acabara con la última gota de esfuerzo.
-Espere por la ayuda, joven –señaló alguien.
-Venga acá; vamos a esperar –dijo una mujer ya madura que me apretó contra su regazo, mientras también dejaba correr unas lágrimas solidarias por sus mejillas.
Mi vista se dirigía hacia esos restos mientras apretaba mis manos que estaban hinchadas después de ese esfuerzo inútil; mis puños impotentes no tenían la fuerza para salvar lo que en ese momento era lo único valioso en mi vida. No recuerdo cuanto tiempo estuve parado frente al montón de piedras.
Para los cuerpos de voluntarios que se formaron de la nada había lugares donde podría haber vida y por tanto los edificios colapsados totalmente no fueron tomados en cuenta de inmediato.
Al siguiente día, por la noche, una réplica de 7.3 grados sacudió los escombros. Fue tal el movimiento que si quedara un cuerpo en esos cascotes hubiera terminado de fraccionarse.
Marielena nunca apareció como tampoco sus padres. Quedó sólo un enorme vacío en mi vida.