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Alfa omega del recuerdo
Ébola
El hombre moderno ha perdido el temor a la peste; y la peor, la de los políticos, la soporta bastante bien. Atrás quedaron la Peste negra de 1348 o la de Influenza española de 1918 que costaron millones de vidas. Escuchan sobre el Sida y se consuelan en que ya está controlado y que sólo le pegaba a cierto sector social; y sobre el Ébola, está por África, muy lejos de ellos y ya encontrarán la cura o la vacuna.
Todas las pestes o epidemias han traído muertes pero también héroes anónimos. Recuerdo mis pláticas con mi maravillosa abuelastra, doña Cristina Kurczyn sobre mi abuelo Octavio y mi tío abuelo Gustavo García Montiel, nietos del general Montiel, héroe de la reforma e hijos de Aurelio García, empresario teatral.
Durante el Porfiriato llegaron a México las seis enfermedades de cuarentena: el cólera, la peste bubónica, la fiebre amarilla, la viruela, el tifo y la fiebre recurrente. Con el nacimiento del siglo XX hizo su arribo a San Pedro de las Colonias, en Coahuila, la peste bubónica que mermó drásticamente la población de la región. Octavio –mi abuelo- y Rosita, sus hermanos, de 10 y 15 años respectivamente, fueron enviados a Cuernavaca, Morelos, mientras pasaba la epidemia. Gustavo, el tío abuelo, ya médico, optó por mantenerse allí pues según expresó su lugar estaba al lado de los enfermos. Como era de esperarse, murió contagiado. De los héroes desconocidos de cada familia o pueblo.
Lo anterior borda alrededor de las tres únicas enfermeras que han quedado al cuidado de un hospital africano con más de 50 infectados con el agresivo virus Ébola. El demás personal, médicos y misioneras católicas, han muerto o fueron enviados a otros hospitales. El ejército impide el escape de los enfermos, pero también el de las tres trabajadoras de la salud que sólo saldrán con los pies por delante.
En los hospitales de África, ruinosos, abarrotados y mal abastecidos, médicos, enfermeras y misioneras católicas se dedican a cuidar abnegadamente a los infectados arrostrando el riesgo de contraer el terrible virus; cosa que sucede a menudo. Son gente preparada que podría trabajar con pingües emolumentos en lujosos consultorios en París o Nueva York pero arriesgan su vida para luchar contra esta epidemia –que junto con el VIH suponen creadas para la guerra bacteriológica- que mata de manera horrible.
En diciembre de 2,000, el doctor ugandés Matrhew Lukwiya fue, probablemente, el primer médico que falleció contagiado mientras luchaba contra este terrible mal. Enfermeras y enfermeros hubo otros, antes; mártires con nombre pero sin más referencias.
Una periodista comentaba hace unos días que estos guerreros no sólo salvan literalmente miles de vidas y dificultan el avance de esta pesadilla, sino que además, con su ejemplo, convierten el mundo en un lugar habitable.
Como en el siglo pasado con la grandeza del modesto médico de Coahuila, Gustavo García Montiel, y la de los que hoy se enfrentan a los modernos virus –creados o no- encontramos el contrapeso que nos devuelve la esperanza en el ser humano.