Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Enfermeras
Regreso al pasado.
Con el tiempo va uno aprendiendo a no medir el tiempo, sólo a asociar vivencias y una de ellas me remonta a la edad de cuatro o cinco años.
En el patio, para mí enorme en ese momento, del antiguo Hospital Juárez recuerdo a mi madre vestida de enfermera platicando con otra chica con el mismo uniforme.
Me suelto de su mano y camino frente a varias salas. Me detengo en una donde al fondo se observaban varias planchas. Entro y veo a personas, algunas cubiertas con sábanas blancas y otras totalmente desnudas. El silencio mortal –literal- se rompe cuando un hombre con semblante de velorio se me acerca. El color de la cara de los muertos era más vivo que el del encargado del forense que me llevó de inmediato con mi progenitora que ya venía por mí.
Ese fue mi primer recuerdo de las enfermeras (y de la muerte) Mi madre falleció cuando yo era muy chico.
Estudios muy profundos de la psique indican que uno se enamora de alguien parecido al primer amor que tuvo en la vida; además, los rasgos y algunos detalles (¿el uniforme?) quedan como fijaciones indelebles. Tal vez esa fue la razón por la que las enfermeras me atrajeran lo suficiente para tener como pareja a una de ellas.
Una enfermera en casa es una gran aventura, no porque sepa inyectar, sino por su esfuerzo al combinar el doble trabajo de profesionista y madre de familia, en ocasiones madre y padre a la vez.
Cuando los pacientes llegan a un hospital -grande o pequeño- las ven como ogros que le pican por todos lados, limpian y remueven lo que haya que remover como si estuvieran fregando el piso de su casa. En más de una ocasión diplomáticamente corrigen al médico con la frase: ¿No sería mejor si se le aplicara esto o aquello? o ¿Tal vez si se le administrara esto? Consejos que los galenos aceptan casi siempre con filosofía.
Conforme pasan los días el paciente va cambiando su actitud hacia la enfermera y la acepta como el ángel que le está salvando la vida. Cuando abandona la cama o el hospital muchas veces una sonrisa o la palabra gracias, casi en secreto, cierra su expediente médico.
Su presencia ha sido imprescindible durante toda la historia. En México hay referencias de su participación en la defensa de la Gran Tenochtitlan (1521) contra los conquistadores españoles; durante la guerra de Independencia participaron de diversa forma y en la revolución de principios del siglo pasado las soldaderas, las adelitas, iban no sólo siguiendo a su hombre, también eran las responsables de curar las heridas de quienes luchaban por un México nuevo.
Su preparación ha ido avanzando con los tiempos. Las enfermeras improvisadas de la revolución quedaron atrás con nacientes escuelas que imparten esta disciplina. Las parteras empíricas son hoy obstetras del mejor nivel; las asistentes de la medicina cursan actualmente la licenciatura y se apoyan ya con maestrías y doctorados. Además, hoy en día los varones participan activamente en esta profesión con gran éxito. La tecnología se ha integrado a su actividad y los pacientes saben que están en las mejores manos.
Su vestimenta albea en los centros de salud, hospitales públicos o privados.
El color blanco de uniforme –pienso- es en ocasiones la luz que buscan quienes no se enteraron que ya murieron. Así, con mucha frecuencia algunos fantasmas escapaban del hospital de traumatología y seguían a mi pareja. Cuando los veía llegar con ella les decía: “Vete, esta no es tu casa. Estás muerto, busca en otro lado la luz”. Generalmente me hacían caso.
Hasta después de la muerte las enfermeras ofrecen un consuelo a quienes necesitan de ellas.
Feliz Día de la Enfermera.