Eliminar autónomos, un autoengaño/Bryan LeBarón
Periodismo
Hace 30,000 años, en una cueva, junto a la fogata que les protegía del frío y de las fieras que deambulaban por los alrededores, los primeros habitantes de la tierra se reunían para escuchar las noticias sobre lo ocurrido ese día, hacía una semana o un mes. Quien platicaba era el reportero de su tiempo; tenía el don o la pasión por observar lo que pasaba a su alrededor y luego, de manera amena, convincente, entretenida, lo transmitía a su familia o la tribu.
Sus relatos estaban llenos de detalles de cómo había sido la cacería del mamut, las dificultades y peligros que ello entrañó. El qué, quién, dónde, cuándo, cómo y porqué eran los elementos primarios sobre los hechos que llevaba a la familia o a la tribu. Su plática provocaba expectación, terror, risas y aprendizaje. A falta de fotógrafo, había quien pintara en la pared de la cueva ideogramas que mostraran detalles sobre la caza del antepasado del paquidermo o del ciervo.
Miles de años después, hoy, los reporteros platican sus experiencias a través de la radio, televisión y prensa escrita. A estos medios se ha agregado la Web, como uno más, que llegó para quedarse.
No hay mamuts, siervos o tribus, ahora las familias o los amigos se reúnen para conocer noticias del futbol, la política, la crisis económica, la vida de los artistas y otros temas de interés general.
Recientemente, varios diarios con más de cien años de haber sido fundados desaparecieron ante la falta de publicidad y los altos costos de producción. Grandes periódicos han recortado su número de reporteros y corresponsales en el mundo a un mínimo.
Todo apunta, según algunos, a que el periódico como le conocemos, dejará de llegar a nuestro hogar, suplido por una computadora que nos dirá lo que quiere que sepamos. El debate, sin embargo, debe centrarse no en la supervivencia de la noticia escrita, sino en la del periodismo como lo hemos entendido.
Ciertamente, es cada día más raro ver a las personas con su periódico bajo el brazo. Pero, recordemos que, en casi todo el mundo, las clases medias emergentes, o las que quedan en las naciones golpeadas por la crisis, buscan símbolos de estatus social, y leer un diario, es uno de ellos.
Algunos de los que integran las nuevas generaciones, profesionales o no, creen estar “informados” con escuchar o ver el noticiario de la noche. Son sólo unos segundos que le dedican a X noticia y si lo amerita, rebasan, con poco, el minuto.
En la Web no hay la transmisión real de la noticia, el comentario y, en las más de las veces, se pierde en el entrelineado al que se había acostumbrado el lector de periódicos. En la pantalla del ordenador no se captan las intenciones del buen reportero. Las notas siguen siendo frías.
Dicen los defensores del periódico que hay gran diferencia entre teclear y escribir. El primer caso lo vemos en las noticias que aparecen en la red, frías y sin transmitir lo que pudiera ser palpable, mientras que en el papel, el que escribe cuida del idioma y de la intención.
Para los modernos periodistas elaborar una nota ha dejado de ser profesión y pasión, búsqueda. Todo es entrar a la Internet y buscar y pegar datos hasta que quede un rompecabezas de información más o menos entendible.
Yo aprendí de mis maestros en un diario. Las escuelas de periodismo -me decían- son como las de poesía: podrán enseñarte rima, métrica y consonancia, pero la pasión está, en el caso del reportero, en la calle y en las salas de redacción.
Los periódicos no desaparecerán, sólo se transformarán y buscarán nuevos métodos para llegar a sus lectores. Algunos diarios han iniciado ediciones de fin de semana, locales, por zonas o colonias, con menos papel, etcétera. Los informadores gratuitos, con notas cortas y mucha publicidad ya son el vehículo que buscan los lectores.
Los diarios seguirán existiendo con periodistas que salen a la calle, ven y oyen, huelen y reflexionan, evalúan y confirman hechos. Escriben sus reportajes, artículos, deliberaciones, crónicas y como en las novelas, seguros de que lo que perdurará será la calidad.
Los lectores seguiremos comprando nuestro diario, aunque los catastrofistas piensen que la batalla del papel está perdida.