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Brugada busca prevenir el suicidio en todas las secundarias de la CDMX
MÉXICO, DF, 1 de noviembre del 2014.-Falta poco para la medianoche del 1 de noviembre en el panteón de San Gregorio Atlapulco, uno de los muchos pueblos que tiene la delegación Xochimilco. Parece que hay fiesta porque el tráfico es insoportable desde el entronque de Periférico con Avenida México-Xochimilco.
Sin embargo las calles están vacías. Sólo hay múltiples puestos que venden las típicas flores de temporada: cempasúchitl y otras que tradicionalmente se usan para cuestiones fúnebres como la nube y el crisantemo. Ya en San Gregorio, hay verbena popular, en las calles aledañas al templo del pueblo hay gran iluminación, puestos con antojitos y algunos locales abiertos a pesar de la hora.
Pero ése no es el destino de esta visita, el camposanto es el centro donde se enclavará la celebración, tanto de esta noche como la del día 2: recordar a los difuntos, traerlos a la memoria, convivir con ellos, aunque sea de manera etérea, porque están, pero ya no, porque es difícil que respondan y, en algunos casos, aceptar que se han ido.
Apenas se halló un lugar cercano a la entrada del lugar para estacionar el auto, cuando se escuchan las primeras advertencias: «No alejen mucho los carros de la entrada porque los están abriendo», advierte un vecino del poblado a los recién llegados», quien al escuchar el consejo dice a su compañero: «¿No que en los panteones no asustan?»
Al dejar atrás el acceso principal, así como las oficinas y los sanitarios se encuentra una de las dos avenidas que dividen el lugar en cuatro cuadrantes, está casi perfectamente trazado, con orientación al norte. Aunque, ‘quizá por educación’ de los adultos que allí reposan, sólo el sector sureste del panteón es el que está de fiesta. Los demás difuntos aguardarán a que pase la fiesta para los niños de esta noche, para ‘disfrutar’ de su propia celebración.
Entonces, justo en la intersección de las dos avenidas aparece la segunda advertencia, aunque ésta es para un señor mayor, quien accedió al lugar con una caja repleta de golosinas y cigarros que busca vender entre los visitantes.
Por pasarse de vivo, dos personas le detienen en el camino y le dicen: «Señor, para vender aquí dentro tiene que pagar una cooperación. Son 20 o 50 pesos que se acordaron en una junta de Pro Panteón. Tiene que ir a la administración, sino no lo van a dejar salir.»
Es sorprendente que, a pesar de la sencillez de la gente que allí vive, y las tumbas son hechas con tierra, adobes o cemento colado, el lugar está sumamente ordenado con los inquilinos perfectamente alineados y sin basura.
Hay muy poca luz, la mayoría provista por los abundantes cirios que parpadean y luchan con la leve brisa por mantenerse encendidos. El frío no termina por hacerse sentir. Hay que caminar con cuidado porque es difícil ver donde empiezan los montículos de tierra que forman las tumbas, algunas se encuentran cubiertas de pasto, pero son las menos. La mayoría de los niños son celebrados.
Hay una pareja, Brenda, sentada en las piernas de su esposo, Adrián. Explican que pasarán la noche con su hijo, rezarán, platicarán con él y esperarán a que llegue la mañana. Se dicen listos para soportar el frío que pronto arribará, mientras permiten tomar fotografías a las varias decenas de visitantes con cámara, como los invitados de último momento que no conocen al festejado y a los que, sin embargo, nunca se les hace una mala cara.
También hay música, suena la banda, por otro lado Ricardo Arjona pregunta: ‘¿dime si él te conoce la mitad?’, por ahí hay otro aparato de audio cuyos botones iluminados brillan aunque todavía no se accionan. Se encienden fogatas que perfuman el ambiente a leña quemada y otros objetos modernos que hacen más cómoda la estancia:
Una tumba tiene figuras de calabaza, típica del Halloween norteamericano, pero con luces de colores que parpadean ininterrumpidamente y alegran el refugio de un pequeño. Mientras que en el vértice más alejado de este sector del panteón brilla con fuerza una lámpara LED que facilita el decorado de una lápida a la cual se le colocan rosas. Por allá, una familia se ataja el viento con una sombrilla, que quizá sería más útil para el sol.
La familia posa para el fotógrafo, bromea con él, los varones miran con recelo a los extraños y uno de ellos afirma con sorna que pedirá 50 pesos por imagen. Agradecen los elogios a su obra y continúan su velada. Hay ancianas cubiertas con rebozos gruesos, aunque llevan falda dicen que no importa, están listas para el clima.
Otras tumbas, tienen forma de casa, en el lugar donde debería ir la cruz, hay una especie de vitrina, que los padres aprovechan para abrir y tapizar de juguetes, carritos, mamilas, rehiletes. Incluso, alguien ‘destapó la felicidad’ de su hijo fallecido, pues le ofrendó una Coca Cola a la que le quitó el tapón, para que se le pueda extraer la esencia, como indica la creencia.
La señora Araceli García y su familia permiten unos minutos de convivencia con los extraños, explican que prefieren asistir a velar en guardias, por lo que sólo estarán unas horas, cuando llegarán otros parientes. Mientras, los que ya están ahí afirman que una cerveza es buena para el frío, «es para gente fuerte», dice un hombre, molesto tras preguntarle si «¿es conveniente tomar esta bebida para entrar en calor?» Otros parientes prefieren un típico café con ‘piquete’.
«Se llega a sentir alegría, pero después de un tiempo», dice la señora Araceli en referencia a la posibilidad de celebrar a un hijo, fallecido antes de tiempo.
«Rezamos, velamos, platicamos entre vecinos y además de estar aquí, ponemos ofrendas grandes en las casas, con lo que les gustaba a los muertos: mole, tamales, fruta, dulces, mamilas para los pequeños», explica la señora Esther.
Cerca del cruce que separa a adultos de los niños, se edifican los mausoleos de la gente adinerada que allí reposa, sin embargo, sus tumbas se sienten frías, impersonales, lejanas, como si quisieran estar ajenas del molesto ruido de los vivos. Tras una de estas edificaciones, ya en el sector para adultos, un hombre maduro está solo, sentado, con su tumba decorada con pétalos amarillos y arreglos florales, lee un periódico que mal ilumina su celular.
«Estoy con mi hijo», dice el señor Miguel Blancarte, «Ya no había lugar para enterrarlo con los niños, por eso lo mandaron para acá. Me adelanté a acompañarlo (aunque realmente fue su hijo quien se adelantó), pero al rato viene el resto de la familia», se siente seguro de estar aislado en ese rincón, pues afirma que el recinto es tranquilo y no espantan. Teme más al frío que, asegura, aparecerá puntual al filo de la 01:00.
Una tumba construida como pequeña casa para niños, toda de cemento, con techos de doble agua, pintada de color violeta. Tiene las puertas abiertas y en el interior hay un crucifijo grande recargado contra la pared. Mientras que en una repisa está la figura de tres pequeños ángeles elaborados con fomy, cada uno de ellos sobre una cruz, que resguardan una urna metálica. En el piso, un ramo de flores. Suena música adecuada: La Marcha de las Letras de Cri Cri.
Afuera la sensación es desoladora. Son tres personas, una pareja de jóvenes, quizá los papás de los niños y otra muchacha que les hace compañía. No se mueven, no hablan entre ellos ni platican con sus bebés. Sólo se escucha la melodía. Sin embargo, su tristeza parece más grande que en cualquier otro lugar del panteón.
Al estar detrás de ellos en silencio, por respeto a su dolor, los visitantes son abstraídos de cualquier otra cosa que ocurra alrededor, ni siquiera el imprudente grito de una sirena de ambulancia que circula por la avenida, a sólo unos metros. El firmamento, se extiende, no hay estrellas, sólo una luna tímida medio oculta entre las nubes y ellos, siguen en silencio, como si trataran de escuchar algo, porque parece imposible encontrar qué decir.
Su actitud refleja el verdadero sentido de la Fiesta de Todos los Santos, cada 1 de noviembre: Es una fiesta cruel porque para participar activamente en ella, primero hay que tratar, cara a cara, el doloroso arribo de la muerte.