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TANGANCÍCUARO, Mich., 22 de junio de 2014.- Desde antes de salir el sol, las brechas que llevan a los bosques del Cerro Grande comienzan a llenarse de pequeños grupos de hombres que se dirigen cargados a la plaza del pueblo de Patamban, o lugar de los carrizos, en el municipio michoacano de Tangancícuaro.
Mujeres y hombres bajan del monte envueltos en la espesa bruma de un tupido bosque de pino y encino. Caminan con cuidado en la profunda oscuridad que precede al alba y van cargados de pero inapreciables riquezas. La mayor parte trasporta carbón, ocote y leña para el fuego. Es época de lluvias y muchos llevan un amplio catálogo de hongos silvestres de la temporada, mientras otros cargan costales de hierbas aromáticas y vegetales frescos.
Las mujeres, vestidas con largas faldas tableadas y huanengos, se guardan bajo los rebozos púrpura, mientras que los hombres -unos pocos aún en huaraches y calzón de manta y la mayoría vestidos de mestizos-, se cubren del frío con pesados jorongos de lana pura, y del sereno con el tradicional sombrero puré de ala ancha.
Es jueves y el reloj marca las seis de una clásica mañana fría y oscura de la Meseta Púrhépecha, pero la plaza de Patamban hierve ya con olores a pino, a oyamel, a nurite, atole y hierbas finas recién cortadas.
Hombres y huares –como se les dice a las mujeres en purépecha- acomodan sus mercancías como dispuestos a la venta. Pero esa mañana, a esa hora, en Patamban el comercio no se realiza con dinero.
Sí, es el amanecer del jueves y, como todas las semanas desde tiempos que se pierden en la memoria, los vigilantes del bosque bajan a intercambiar sus productos con los campesinos, artesanos y comerciantes del pueblo.
La gente de Patamban está lista; en los anafres encendidos se calienta el indispensable nurite –deliciosa infusión local que calienta las entrañas y da energía- y las múltiples formas del infaltable atole. Porque un atole o un te nurite bien valen media carga de leña, un cuarto de azúcar o medio kilo de azúcar.
Los artesanos del pueblo despliegan una amplia variedad de alfarería en los puestos a cielo abierto de la plaza, mientras las mujeres preparan en tambos churipo, corundas, frijoles y hasta una que otra barbacoa, que puede conseguirse por intercambio directo, sin que el dinero intervenga.
Del monte, los tajhuaros –indómitos habitantes de la sierra desde antes de la llegada de la nación purépecha- no sólo bajan carbón y leña, también cargan verdaderas delicias de la alta cocina internacional. Entre junio y octubre, por ejemplo un buen jueves puede hallarse el inapreciable hongo matzutake, conocido también como hongo venado u hongo de ocote, por el que un cocinero japonés no vacilaría pagar hasta 30 dólares.
Pero los comuneros conocen otras variedades no menos deliciosas como el hongo pambazo, hígado de ciervo, pantereko, o el delicioso hongo de yema que los locales llaman tiripiti terekua o cucuchicua terekua.
La oferta forestal no maderable de los comuneros de Patambán incluye otras delicias vegetales como nopales, tunas, hongos pambazos, una enorme variedad de quelites, flores, orquídeas y bromelias, tejocotes o hierbas correosas para tutelar cultivos como el karataturako que sirve para hacer escobas y artesanías.
Pero aquí, en la plaza central de esta comunidad p’urhépecha todo puede conseguirlo por una regular vajilla, un buen taco, un par de cargas de leña, sal, azúcar o el producto que el tajhuaro necesite.
Así transcurren las primeras horas de la mañana, porque el mercado no dura demasiado. Pronto se agotan las riquezas del bosque, la amplia variedad de hongos deliciosos, de aromáticos quelites y hierbas medicinales y propias para faenas y ceremonias.
Por ahí de las nueve de la mañana, el intercambio puro de los jueves vuelve a abrirle paso a la mercancía por excelencia: el dinero. A esa hora ya las tiendas abren y convierten el truque en una actividad regular del comercio local, pero sin la presencia ya de los tajhuaros que le dan vida a las primeras horas de la mañana de cada jueves con su eterna rebeldía contra el dinero.