Las Roscas de Reyes fitness, entre tradición y nuevas delicias
CIUDAD DE MÉXICO, 31 de noviembre (Quadratín México).- ¿A dónde van los muertos, a dónde van las almas? Es un enigma que a todos ha cautivado; pregunta que todos alguna vez nos hemos hecho. Nuestros antepasados creían que su “camino” o su “destino”, dependía de cómo había muerto la persona. De tal forma que sus almas viajaban ya sea, rumbo al paraíso de Tláloc o al paraíso del sol o al Mictlán o al Chichihuacuauhco, si era un niño.
Quienes morían ahogados, por efecto de un rayo o por enfermedades como hidropesía o sarna, iban al Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. Los predestinados a este dios se enterraban como las semillas para germinar. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia.
Las almas de los que morían en combate, los destinados a los sacrificios y las mujeres que fallecían a la hora de parir, iban al paraíso del sol, al Omeyocan presidido por Huitzilopochtli el dios de la guerra.
Estas mujeres se les enterraban en el patio del palacio para que acompañaran al sol desde el cenit hasta que se ocultaba por el poniente. Eran comparadas con un guerrero por haber librado una gran batalla al momento de dar a luz. Su muerte provocaba tristeza y también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como compañeras.
Habitar el Omeyocan era un privilegio y de gozo permanente en el que se festejaba al sol; se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban a este lugar, después de cuatro años volvían al mundo convertidos en aves de plumas multicolores y hermosas.
Al Mictlán iban quienes morían de muerte natural. Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.
El camino para llegar al Mictlán era muy tortuoso y difícil, para llegar a él las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego de ese tiempo, las almas llegaban al Chicunamictlán, lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos.
Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro llamado xoloescuincle, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón, hilos colorados y mantas. Quienes iban a ese sitio recibían como ofrenda cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.
Las almas de los niños que morían llegaban al Chichihuacuauhco, en donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran hasta que llegara el momento de volver a la tierra, cuando la raza que la habitaba se destruyera. Y así, de la muerte renacería la vida.
El Día de Muertos es una festividad de origen prehispánico, hay registro de ella en las etnias mexica, maya, purépecha y totonaca, con la que se honra a los “fieles” difuntos el 2 de noviembre de cada año, comenzando su celebración desde el primer día del mes.
Se cree que los rituales para festejar la “llegada” de los parientes muertos se lleva a cabo en esas civilizaciones por lo menos desde hace tres mil años, en donde era común conservar los cráneos para mostrarlos como símbolo de muerte y renacimiento.
Antiguamente se conmemoraban durante el noveno mes del calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto.
Según cuentan, las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, esposa de Mictlantecuhtli, señor de la tierra de los muertos, y eran dedicadas a los niños y a las vidas de los familiares fallecidos.
Los entierros prehispánicos se acompañaban de los objetos que en vida, la persona había utilizado, y por los que podría necesitar en su tránsito al inframundo.
Las fechas en honor de los muertos eran tan importantes, como hasta la actualidad lo es, que les dedicaban dos meses. Durante el mes llamado Tlaxochimaco (julio) celebraban la fiesta de los muertitos denominada Miccailhuitontli.
Iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. En ella participaban todos y durante 20 días se le hacían ofrendas al árbol.
En el décimo mes del calendario se celebraba la Ueymicailhuitl o fiesta de los muertos grandes. Se llevaba a cabo aproximadamente el 5 de agosto, cuando decían que caía el xócotl. En esta fiesta se realizaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol.
También se acostumbraba a realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas. Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles.
Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura, se derribaba el xócotl y terminaba la celebración. En esta fiesta, la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente a la actual ofrenda o altar de Día de Muertos.
Antes de la llegada de los españoles, muchas de las culturas prehispánicas tenían la creencia de una vida después de la muerte. Por ejemplo, de acuerdo a Luis Ramos, en su libro Culturas Clásicas Prehispánicas en la cultura maya, cuando una persona moría, su alma iba al “inframundo”, conocido por ellos como Xibalbá.
De acuerdo a la religión católica, existe la idea de un cielo y un infierno a donde las almas se dirigen cuando uno muere, dependiendo del comportamiento en vida, es decir, la creencia de una vida después de la muerte.
A través del tiempo, la vida, pero sobre todo lo que hay después de la muerte, han sido un enigma que han causado admiración, temor e incertidumbre en el ser humano, y por ello en diversas culturas se han generado creencias en torno a la muerte, que a su vez han originado ritos y tradiciones, ya sea para honrarla, espantarla, celebrarla e incluso, burlarse de ella, de la muerte.
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