Para Contar
El escándalo político del momento en los Estados Unidos gira alrededor del aspirante presidencial republicano, Mitt Romney, y su rechazo a divulgar sus declaraciones de impuestos.
La renuencia de Romney, que tiene una fortuna personal estimada en 250 millones de dólares, no es necesariamente un delito pero si es un “strike” político en un país donde los políticos estadounidenses suelen hacer públicas sus declaraciones de impuestos como forma de mostrar su honradez y su compromiso con la transparencia.
Esa obligación política, que no legal, es un disuasor importante en lo que se refiere a enriquecimiento en base al cargo o uso impropio de los recursos puestos a su disposición. No lo impide ciertamente, pero cualesquier político que sea sorprendido en ese tipo de faltas éticas pierde por lo menos su carrera si es que no su libertad.
Teóricamente Romney no tiene la obligación de hacerlo. Después de todo, hizo su fortuna, antes de entrar a la política, en una empresa cuya especialidad -adquirir compañías para luego liquidarlas- no le ayuda ahora. Peor aún, a ratos tuvo su dinero en cuentas fuera del país, en lo que podría considerarse cuando menos como un intento de evadir impuestos.
La negativa de Romney hasta ahora se ha convertido en un problema político, uno que distrae de sus propuestas y su aún extraoficial confrontación electoral con el presidente Barack Obama.
Contrástese eso con el secretismo que rodea a los ingresos y las propiedades de los políticos mexicanos. A muchos de ellos se les atribuyen inmensas fortunas, logradas al amparo de sus puestos gubernamentales o de sus contactos con las autoridades.
Y la verdad es que así como muchos de ellos no tendrían porqué sentirse preocupados en cuanto a revelar sus posesiones familiares, muchos otros podrían verse atrapados por seguir aquella máxima de “un político pobre es un pobre político”.
Cierto, los funcionarios están obligados por ley a presentar una declaración de bienes cuando entran y cuando salen de un puesto. Pero esa declaración nunca es hecha pública, aún cuando en el caso de México debiera serlo: sería una forma de verificar honradez y contrastar ingresos con estilo de vida que -otra vez- para muchos de ellos no sería problema pero -una vez mas- permitiría comenzar a identificar a quienes aprovechan de sus puestos y amistades.
Es claro que la reglamentación misma no basta. La ley de responsabilidades se aplica hasta ahora solo a los carteros y los gendarmes, no a sus superiores ni a los altos funcionarios que tal vez deberían ser su blanco favorito.
Tal vez sería el momento de hacerlo. No de dejar de perseguir a pequeños corruptos sino de lanzarse sobre grandes corruptos. es algo que el país necesita, como muestra real de cumplimiento de esas leyes que reciben tanto ruido publicitario pero tan poco acatamiento…