Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
Cuando era irrebatible que Andrés Manuel López Obrador había ganado la elección presidencial, la noche del 1 de julio dio un discurso a la nación muy diferente en contenido y emociones a los que había pronunciado durante su campaña de 12 años. Se dijo entonces que, como era lógico, estaba asumiendo un nuevo papel, el de quién tendría en sus manos la responsabilidad de todo México. Se habría dicho igualmente, por el tono conciliador de entonces, que algunos personajes cercanos a él le habrían recomendado moderar los discursos y privilegiar la concordia. Se habló del empresario Romo y de otros políticos de su entorno que provienen de una tradición política más de acuerdos que de rompimientos.
Los cinco meses entre la elección y la toma de posesión, sin embargo, el presidente electo cambió de amor y paz a guerra total, según la oportunidad de sus adversarios, en múltiples ocasiones. En ciertos momentos, que han sido los menos, parece portador del discurso de los moderados y hasta brillantes, como Muñoz Ledo, Romo y otros, la mayor parte del tiempo más bien parece competir por el estilo de Fernández Noroña. Pareciera pues que su humor político se pasea en un corredor muy estrecho de dos salidas: la moderación y firmeza conceptual de Muños Ledo y el amenazante puño y verbo de Noroña.
Tendrá que ser una tarea analítica muy atractiva la de tratar de entender al presidente Obrador. Pero hay algo que en definitiva tiene como cualidad permanente: es irresistible a los actos públicos. En ellos simplemente se derrite. Son su talón de Aquiles. A tal nivel que gran parte de sus decisiones políticas más importantes en lo que va del mes de su gobierno las ha tomado, casi a bote pronto, al calor de los ánimos de sus seguidores.
Si tuviera todas las condiciones en términos de concentración de poder, definitivamente el presidente gobernaría de mitin en mitin. Tomando decisiones según el estado de ánimo del «pueblo». Por fortuna sabe que no hay condiciones para ello. Que la pluralidad política terminaría aplastándolo y que la propia naturaleza de los problemas terminaría derrotándolo a la hora valorar la eficacia y la eficiencia de las medidas así tomadas.
Ha probado ya el costo de decisiones presidenciales impulsivas y a bote pronto. Una de carácter económico, que lo perseguirá como tábano por el resto de su sexenio, la cancelación del NAIM, y la otra, el posicionamiento ante el caso Puebla, en la que no sólo contó la historia del trato previo, torpe y rijoso que dio a los personajes fallecidos, sino el poder de sus palabras que adjetivaron las circunstancias de las exequias, con epítetos desafortunados, que también lo perseguirán como su sombra, por el pésimo tratamiento de la crisis.
Uno se pregunta, ¿a quién escuchará el presidente? ¿a los políticos prudentes y sagaces que él mismo invitó? ¿A los políticos rupturitas que están seguros de que mientras más odio se genere las oportunidades de una «ruptura revolucionaria» alimentará con mayor vigor el motor del cambio? o ¿a su criterio pragmático, que según la ocasión, pedirá que le hablen unos u otros para compartir la responsabilidad histórica de las consecuencias?
Dado que es el presidente de todos los mexicanos y que sus decisiones nos involucran igualmente a todos, es preciso identificar el discurso de los que son escuchados por él. Pero más importante es desentrañar el origen, las motivaciones profundas de sus determinaciones. Él mismo debiera conocerse más. ¿O solamente se escucha él? Los impulsos poco prudentes, las políticas de circunstancias ajenas al estudio de las consecuencias, le deberían alertar sobre los riesgos del fracaso.
Prudencia y estudio de consecuencias debieran ser para el presidente Obrador los dos factores obligadamente convocados para presidir su gobierno. Si no los convoca serán su némesis. Por estas dos puertas entrará el fracaso y la pérdida de respaldo social. Lo que ya se está derivando por la aprobación de un presupuesto achicado a machetazos, la decisión de ir por la militarización para atender la seguridad pública, el trato inadecuado a las oposiciones, el desdén a las instituciones autónomas, la exclusión de la sociedad civil, la centralización económica y política de la vida nacional bajo el argumento de la corrupción (que debe ser atendida en una ruta propia), y más, son pasos dados a contracorriente de la prudencia y del estudio de consecuencias.
Nada es para siempre. En política menos. El enojo social siempre tiene distintas puertas por las cuales salirse. La peor apuesta será seguir alentando el enojo a partir de la falsedad y los prejuicios. La mejor alternativa siempre será transformarlo en buen humor social y eso se logra con políticas eficientes, con resultados, con buen gobierno comprometido con la concordia nacional producto de una excelente gobernanza.