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Alfa omega del recuerdo
“Ahorita”
Mi mamá decía que no había horas más grandes ni más chiquitas, pero la palabra vive en las conversaciones de todos los días y marca el momento exacto para ser felices.
–¿Eres feliz?–
La pregunta causa dubitación, nerviosismo. Una admisión final que sorprende a quien responde. Es como si repentinamente se percatara de poseer ya lo que persiguió siempre.
Y es que solemos postergar lo que amamos. Es parte de nuestra cultura. Comer el postre al final, trabajar duro aún en vacaciones, no admitir sin sonrojo un elogio, hacer la tarea antes de jugar, vernos vigilados siempre por un Dios que castiga y envía al infierno.
Soy de esa generación que creció con los consejos y creencias de mis abuelos. De ellos no sólo obtuve cosas buenas como “el trabajo rinde frutos” sino también falacias muy peligrosas como “serás feliz hasta que ocurra tal o cual cosa”.
Emergieron con el paso de los años conductas irracionales como no ponerte el vestido más bonito porque era para una ocasión especial, reservar el mejor mantel para “cuando haya visitas”, asumir que lo mejor será para después, siempre después.
Así nos enseñaron a postergar la felicidad, a esperar una llamada, aprobación, tiempos mejores. Paradójicamente, a añorar, porque solía escuchar historias de “en mis tiempos…” y yo asumía que lo mejor había ocurrido ya. Que nunca podría vivir en esa época en la que los dulces eran muy baratos o las calles muy limpias o los niños extremadamente buenos.
Pero habría que esperar. Esperar a crecer, comprender, trabajar. A conocer la verdad de todo y nada, a creer siempre que la felicidad vendría después.
Hoy, cuando recorro ya el último tramo de mi vida, asumo que lo mejor no está por venir. Es lo que tengo ahora, el instante que vivo. No sé si habrá un después.
Hoy mi Dios es bondadoso y dulce, jamás me enviaría al infierno, ¿Qué padre haría eso con sus amados hijos? El mío, mi Dios, no. Es dulce, complaciente y comprensivo. Me entiende plenamente. Sabe mis razones y todo lo que guarda el corazón, porque sus ojos están en mí, por eso nada le puedo ocultar. No es un Dios temible, sino que responde al amor y quiere lo mejor para mí siempre.
En esta etapa de mi vida, a una edad en la que se apagan muchos sueños para otros, valoro infinitamente los momentos y experiencias que vivo. Pinto lo que sueño, me encanta hacer poemas, jugar con mi gato, descubrir en el mundo talento.
No. Ya no espero nada. Paradójicamente ahora lo tengo todo. Todo, incluso a los seres que amo y que ya trascendieron al cielo. Hablo con mis padres, en el silencio oigo su voz, “siento” su presencia en cada manifestación de vida, en el mismo cuerpo de la soledad.
Ahora ya no creo que deba reservar mi sonrisa para cuando reciba visitas. Se las regalo generosa al espejo a cada momento. Cada hora es una fiesta.
Ya decidí que no enfermaré nunca de nada. Que cuando me despida del mundo será plácidamente y con total serenidad podré encontrarme con mis abuelos en el cielo. Les diré que los amo y que aun cuando son muy sabios, se equivocaron en algo: la felicidad no se deja para después. Es el momento que se vive el que la construye. Es “ahorita”. No después.