
Historias surrealistas
Placeres olvidados…
El disfrute es único y cotidiano. Pende de todo y nada, pero nos habituamos a ver y no admirar. Los sentidos con los que aprehendemos la realidad y el mundo se limitan a captar lo superficial e incluso común. Limitamos todo a colores y formas. Los sentidos duermen y con ellos, las posibilidades de goce.
¿Qué hay atrás de la cáscara, de la apariencia, de las envolturas?, ¿Hace cuánto tiempo no comes un fruto y te deleitas verdaderamente con su unicidad, el abanico tonal y su forma?, ¿puedes captar los sonidos, la música y silencio de esa fruta, y asignarle melodías únicas?…
Al caminar bajo un túnel además de los pasos amortiguados emerge de la nada el sonido de los crótalos del corazón. Y esta puede ser una experiencia de serenidad absoluta o amor. En la pasión, en cambio, son los tambores y la música de selva los que imperan. Los adagios son la música de las nostalgias violetas…
El olfato también es un sentido olvidado. Desdeñado de la percepción del día a día. Limitamos su existencia al perfume comercial, a los aromas preseleccionados y envasados, pero rara vez nos detenemos ya a captar el aroma de un libro viejo, el otoño o unas gotas de lluvia.
El perfume de la vida se encuentra olvidado. Es difícil ahora captar a qué huele la felicidad, la tierra o una esperanza recién creada. Desconocemos que el aire del amanecer es más intenso que el de la tarde o que la noche mexicana siempre tiene un olor profundo de madera que se intensifica de 10 a 12, cuando va a surgir otro día.
Nuestras manos ya no captan la dulzura y calor de la piel, el erizamiento de los vellos de la nuca, la textura de las piernas y el pecho, menos aún el complejo mundo de la cabeza de un gato… tampoco imaginan el laberinto de una bugambilia y las trece texturas que se perciben en una rebanada escuálida de melón.
Las manos apresan, empuñan, señalan…ya no tocan. Ya no saben volverse caricia y transmitir pensamientos y emociones. Tampoco logran adivinar como bulle la vida en cada objeto inanimado. Asumen erróneamente que las piedras o cualquier plástico o mineral no “sienten” y son indiferenciados al tacto. Ignoran entonces la respiración pausada del corcho y su cuerpo acolchonado o la libertad lisa que despide el vidrio.
Habituados a la inmediatez y el placer superfluo, ya no captamos los sabores sutiles de un alimento, sino que aderezamos todo con mucha grasa y azúcar y sal excesivas. Hace mucho que no paladeamos verdaderamente algo tan simple como una vaina de chícharos, el sabor del fruto, el dulce de la cáscara, la astringencia de la fibra, la leve amargura del ápice…
Del sexto sentido, de la intuición y de todo aquello que nos transporta al mundo invisible mejor no hablar. No se emplea, sistemáticamente se desdeña. Así que es imposible arribar al mundo de los pensamientos, sentimientos, imaginación e ideas. Esta ausencia del sexto sentido nos condena al olvido y clausura de manera definitiva una puerta al deleite.