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Compasión, demonios y amor
Para quien enfrentó la decisión más difícil de su vida. Para quien está ante una encrucijada de dolor
Por amor se iluminan los días, se sacraliza la vida, se redimen los errores, se cura, se vive…y se mata.
La compasión es una faceta del amor o un factor del humanismo, lo más cercano a la bohonomía, pero su rostro no es feliz ni radiante. Paliar el dolor es una virtud callada, gris y muchas veces llena de ingratitud. Cuando se consuela y se ayuda a un doliente, rara vez lo volveremos a ver. Lo más probable es que nos destierre de su vida. Al “echar tierra” al dolor solemos enterrar todo recuerdo cercano, incluso el de quienes nos consolaron en ese momento.
Así, llamamos “amigos” a quienes comparten con nosotros fiestas y celebraciones, a los que tenemos en los momentos felices, no los que nos sostienen en tiempos de ruptura, cambio o tristeza.
Sin embargo, la compasión real, verdadera y certera hiere en sí misma. Nos sume en un pozo de tristeza e incertidumbre al tomar decisiones para evitar el dolor a otros. Poner la espalda para evitar que se hiera a alguien es la manera más certera de que nuestro protegido nos recrimine nuestra actuación por coartar su libertad. Por paradójico e inequitativo que esto parezca y sea.
Así vemos padres a quienes los hijos recriminan su “protección”, alumnos que rumian rencores cuando un maestro trató de atajarles una mala experiencia, héroes maltratados e incomprendidos por jugar un rol activo en la compasión.
Este legado de incomprensión surge cuando nos inmiscuimos en la esfera de decisiones del otro, cuando nuestra empatía rebasa los límites lógicos de la actuación, cuando creemos que la mente, cuerpo y huesos del doliente son nuestros.
Rebasar atribuciones no limita el dolor del otro. Le arrebata poder de decisión e incluso mina su manera de enfrentar el duelo. Su reacción es el rechazo y rencor hacia el que lo “ayudó”. Ayudar no es avasallar y quitarle el timón de su vida al otro. Es acompañar, buscar que se tomen las mejores decisiones con serenidad.
Y cuando el personaje central es víctima del dolor y no puede decidir, la compasión se transforma y asume un rol protagónico. El no al sufrimiento se impone al egoísmo de preservar y tener una vida, por ejemplo. Quien en su vida tuvo que dormir para siempre a su mascotita sabe de lo que hablo.
Esto es aparentemente sencillo. Vamos a la eutanasia, la “muerte buena”. Un razonamiento fácil para evitar decidir es asegurar que no somos dioses ni podemos decidir sobre la vida de otro. Sin embargo, la verdadera compasión impone plantearnos, ¿qué es lo mejor para ese ser que ahora sufre?
En la última década aparecen diferentes argumentos médicos para preservar la vida hasta cierto límite, aún no determinado, bajo un impreciso concepto de “dignidad”. Esa palabra, por cierto, encierra ambigüedades, dioses y quimeras. ¿Hasta dónde prolongar la vida?
La respuesta me la dio un amigo de manera fortuita. Todas las grandes decisiones, dijo, deben seguir al corazón.
Para quien busque una respuesta acabada o un termómetro de compasión, lamento decirles que no hay tal, sólo la voz dulce, serena e inequívoca de la intuición o corazonada. La voz con la que habla la compasión.