Alfa omega/Jorge Herrera Valenzuela
En febrero de 2021, los escritores alemanes Christoph Röhl y Doris Reisinger presentaron su libro Sólo la verdad salva. Abuso en la Iglesia católica y el sistema Ratzinger, una investigación sobre los casos de abuso sexual en la Iglesia centrada especialmente en la época de Joseph Ratzinger como Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe.
El libro recoge el caso promovido por el arzobispo de Milwaukee, Robert Weakland, quien en 1996 escribió al cardenal Ratzinger para preguntarle –siendo él la autoridad más alta del Vaticano en materia de doctrina y disciplina después del Papa– cómo proceder con un caso entre sus manos: El sacerdote Lawrence Murphy, quien trabajó en una escuela para sordos por casi 25 años, había admitido abusar sexualmente de 19 niños sordos aunque se llegó a estimar que cerca de 200 infantes habrían sido víctimas del ministro.
La investigación de Röhl y Reisinger explica que Ratziger y su secretario (Tarcisio Bertone, después cardenal secretario del Estado Vaticano) recomendaron al arzobispo abrir un proceso canónico contra el ministro y ejercer sanciones. Sin embargo, el propio Murphy pidió cierta clemencia al cardenal Ratzinger y, en una carta confidencial, Bertone pide al arzobispo Weakland considere si “esas molestias” (los casos de abuso sexual) pueden aún ser atendidas por medio de una “amonestación fraterna” u otros “medios de esfuerzo pastoral” antes de abrir un juicio canónico y las sanciones correspondientes.
La historia recogida por los escritores concluye con la muerte del cura Murphy –sin pedir perdón a las víctimas y homenajeado por un obispo auxiliar en unas exequias a las que fueron invitados los niños de la escuela de sordos–; una amarga carta del arzobispo Weakland a Roma para agradecer a Ratzinger y a Bertone; y una respuesta histórica de este último donde afirma tener “esperanza de que a la Iglesia se le ahorre cualquier publicidad indebida en este asunto”.
Esta última frase es la que sintetiza lo que incluso hoy, un cuarto de siglo después y por desgracia, sigue estando en el ánimo de aún muchas instituciones eclesiásticas: Evitar que los casos salgan a la luz. La evidencia, por el contrario, reafirma que sólo mediante el escándalo o la libre publicación de los casos y las voces de las víctimas, se obliga a una institución tan inmensa a reaccionar, a cambiar y a mejorar.
Los escándalos publicitados sobre los casos de abuso sexual en la Iglesia han sido –independientemente de su magnitud– el único acicate para que no pocas organizaciones eclesiásticas busquen mejorar sus dinámicas internas, generar procesos de justicia con las víctimas, facilitar mecanismos de reparación y acompañamiento; y, sobre todo, proponer medios de prevención, formación y atención temprana.
También el año pasado supimos de la estremecedora relación presentada por la Comisión Independiente para la Investigación de Abusos Sexuales en la Iglesia de Francia (CIASE, por sus siglas en francés) y la importancia de mirar el problema como un fenómeno que exige cambios en muchos niveles: sistémicos, burocráticos, culturales, disciplinares, formativos y, claro, canónicos. Las Iglesias de otros países también han dado ese paso adelante para clarificar y sanar la mirada sobre la dimensión real del problema de los abusos sexuales; pero otras, simplemente se resisten bajo el mismo argumento que dio Bertone hace más de veinte años: “esperanza de que a la Iglesia se le ahorre cualquier publicidad indebida en este asunto”.
La apertura es una labor inexcusable de las organizaciones eclesiásticas actuales. Es claro que con ella se revelarán dolorosas realidades; situaciones que, sin embargo, no deben ser vistas parcial o ideológicamente sino como parte de un proceso que busca ofrecer justicia y, al mismo tiempo, ayuda para crear mejores prácticas en la protección del ser humano y de la salvación de su alma.
El propio cineasta y autor Christoph Röhl reconoce ahora en un texto en ‘Die Ziet’ que el cardenal Ratzinger, ya como papa Benedicto XVI, trabajó a favor de esclarecer los crímenes sexuales, por ejemplo, de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo; pero que siempre lo hizo desde un superior y quizá mal entendido escrúpulo que pretendió proteger ‘la imagen de la Iglesia’ en lugar de custodiar a los fieles, a los hijos de Dios.
Hay que reconocer que tanto Benedicto XVI como Francisco han dado pasos gigantes en el ámbito canónico para castigar estos delitos, evitar encubrimientos, garantizar auxilio a las víctimas y crear mecanismos de prevención. Esto ha favorecido para que diócesis, episcopados y congregaciones sin duda avancen en ello; pero aún falta apertura, falta un esfuerzo con la verdad actual e histórica. Las comisiones independientes evidencian lo mucho que aún hay por hacer.
Hay tal necesidad de que esta verdad ayude a mejorar la Iglesia que, por ejemplo, en tan sólo cinco días, la recién creada comisión independiente para la investigación de abusos sexuales en la Iglesia de Portugal recibió 102 denuncias que exigen ser analizadas. ¿Habrá otros episcopados que se atrevan a este nivel de apertura? Corrijo: ¿Habrá otros pastores que comprendan lo mucho que hay por escuchar y por curar?
*Director VCNoticias.com