
Teléfono rojo
Cerca de mi escuela, ubicada en una buena zona del Estado de México, había un parque arbolado en donde mi padre y sus amigos el Rebelde, el Tigre Toño, Ponchito y algunos otros atletas amateurs con apodos similares se preparaban para competir en medios maratones y conquistar corredoras. Justo a unas calles de ahí, mientras ellos seguramente estarían haciendo lagartijas, yo y mis compañeras, de calceta hasta las rodillas, zapato de charol con suela de goma, sweater gris y overol a cuadros, nos habíamos escapado de pinta, en una escena por demás ridícula, osada y sobre todo, pecaminosa.
Pero era de esperarse porque se me acababa la paciencia mientras dentro de mí todo comenzaba a crecer, incluyendo la inconciencia. Desde entonces sé que no hay peor encierro que el de una escuela religiosa, porque le queda a una la mitad de la vida tras las ventanas del salón. Mientras dentro todo es voz baja, caminar despacio, mirar con respeto y alabar, afuera está la vida, las canciones que tienen ritmo, la realidad y todo aquello que no se debe hacer.
Mi escuela era un edificio gris vecino a un ex convento que hoy es museo, pero décadas atrás parecía casa abandonada. Nadie quería entrar ahí, en lugar de pasar por ahí le sacábamos la vuelta, era conocido como la Casa de los Sustos y aún así, bajo esas condiciones de ultra tumba, para mí era más soportable el miedo de esa vieja construcción habitada por fantasmas, que el rostro de mis maestras frente a las cuales había que ponerse de pie y sentarse y ponerse de pie y sentarse todo el día cada vez que entraban a la clase.
No había remedio, yo estaba perdida. A diferencia de mis compañeras que ya parecían señoritas y que usaban corpiños, carmín en los labios aunque tuvieren que ir todos los días a despintarse al baño, las uñas brillantes y que hablaban del amor. Yo, con la maldición de la “A” en el apellido que me colocaba al frente de la lista para ser la primera interrogada después de que sonara la campana, la primera en pasar al frente y la primera en expulsión por no saber o por hablar de más, llevaba además el peso de ser la menor de edad y de estatura. No fue nada buena la ocurrencia de meterme a los 5 años a primaria porque siempre me faltaron centímetros y me sobró lenguaje, nunca supe cuando callar y las impertinencias me salían si no por la boca, por los ojos, los labios o las piernas cuando había que huir.
Sin embargo, aquella mañana de pinta escolar, mis pies que solían ser rápidos para el baile y las carreras, no se movieron un milímetro cuando nos descubrieron con el libro entre las manos.
Yo no supe de puertas abiertas o libertades hasta que entré al bachillerato y ya no hubo guardia ni directora en el portón. Me costó trabajo acostumbrarme, habiendo dejado la secundaria, a la autocensura, nadie me decía que era bueno o malo, nadie estaba para censurarme más que yo: mí propio reproche y gendarme, mi único límite y liberación, por fin, mi conciencia.
Pese a las miradas de los guardias, decidimos seguir con la aventura y entramos a la Comercial Mexicana, aún a sabiendas que poner un pie fuera, sobre las escaleras de la escuela de monjas o atreverse a no entrar, era como estar en las llamas del infierno. Así, pecadoras, irresponsables, con el corazón ardiendo y los nervios a flor de piel, caminamos hacia el interior mientras escuchábamos de las ofertas en frutas y verduras.
Cerca de la zona era sencillo moverse caminando, acercarnos a Lomas Verdes no representó mayor cuestión. Tomar una “Pesera”, como solían llamarse los transportes en aquellos tiempos por el costo del pasaje, fue emocionante. Estaba planeado, lo único que haríamos sería tomar café y comer molletes, ni siquiera nos atrevíamos a fumar ni tomamos en cuenta que no llevábamos efectivo más allá que el peso que nos costó el camión.
Sin embargo, estándo allí, frente a los libros, con esa serie de portadas extrañas y pecaminosas, prohibidas para la mayoría, era mucho decir. No llevábamos ni para los alimentos del Toks, una cafetería que seguimos visitando durante varios años, así que tuve que pararme frente a la cajera para preguntar a cada comensal que pagaba su cuenta si nos prestaría una moneda, porque éramos un grupo de estudiantes extraviadas.
“Extraviadas de sí”, pensé cuando vi la portada de Xaviera, si leemos esto, no habrá penitencia que nos salve. ¿Cómo iba a atreverme a investigar qué era eso?, cómo siendo la menor, la menos obediente, la única de cabello liso, cara lavada y raya en medio, que seguía usando camiseta de algodón y tenía cuerpo de niña inocultable en la clase de natación, iba yo a tener el valor de preguntar siquiera qué era el amor o qué era esa palabra inconfesable de cuatro letras, vocablo maldito que sólo iba a acarrearme problemas en vida y después de la vida, según mis profesoras. No, de ninguna manera podía decirlo en voz alta pero tampoco me iba a quedar con la curiosidad.
Una vez terminada la escena del dinero para las estudiantes y mientras mis compañeras de pinta y de salón contabilizaban lo reunido por detrás de mí, sin tener la vergüenza de pedir dinero a los demás, habiendo ya juntado la cantidad suficiente y descubierto que nos quedaba más de una hora para que tocara la campana y que sería imposible volver e intentar entrar, porque la santa que nombraba a nuestra escuela podría levantarse de su tumba e incluso, perder la castidad, decidimos seguir con la aventura.
Desde el ingreso noté las miradas de los guardias extrañados y sonrientes por nuestros uniformes escolares a deshoras, pero no nos importó, juntas éramos pecadoras pero invencibles, la directora no nos encontraría jamás.
Paseamos por los pasillos haciendo cualquier cosa hasta toparnos con una montaña de revistas, discos de acetato y videocasetes apilados de muchos temas y colores y nos detuvimos ahí. Hubo quien buscó música pero yo, y otra compañera que ya se había atrevido a fumar, fuimos directo a los libros hipnotizadas por la portada de una joven que efectivamente parecía salida del infierno.
Era una serie de libros de fondo negro con fotografías de Linda Blair en experiencias terribles. La cuarta de forros reseñaba la vida de una joven que había hecho de todo, no irse de pinta como nosotras, sino algo de verdad importante. La serie editorial narraba las historias de perdición de Linda, en experiencias tan tortuosas de las cuales, milagrosamente y sin ninguna ayuda divina, había logrado salir con el arrepentimiento correspondiente y el señalamiento de la sociedad.
En aquellos tiempos el peso mexicano todavía conservaba los tres ceros y la cantidad que vimos en la etiqueta del precio naranja que llevaba cada libro fue, por supuesto, excesiva para quienes no podían siquiera pagar un mollete y se hallaban fuera de casa sin permiso de papá y mamá, así que, como el tiempo seguía sobrando, nos sentamos en el piso para leer un poco con los guardias rondando a lo lejos, observándonos como lobos feroces a punto de atacar.
Pasarían quizá 20 minutos cuando, levantando una y otra historia de perdición de Linda me topé con una portada roja, como iluminada con focos de neón, que mostraba dos largas piernas y una X y hablaba de eso que jamás me había atrevido a preguntar.
Aunque mi compañera de lecturas y pintas, sentada a mi lado, usara las calcetas arremangadas y la blusa blanca con el segundo botón desabrochado dejando mirar su incipiente escote de niña de segundo de secundaria, fuera tan atrevida para el resto del salón, no podía decirle, oye, ¡mira esto!, porque me acusaría y luego ardería Troya, o tal vez sí podía por lo menos mostrarle el libro que acababa de encontrar.
Cuando ella lo vio de inmediato llamó a las otras cuatro que se consideraban más experimentadas que yo, que ni siquiera había tenido un novio ni mucho menos sabía besar. Todas en círculo comenzamos a leer al azar el inicio de un capítulo y otro sin terminarlos por el susto que nos causaba el lenguaje utilizado, soltando risas y suspiros, con los rostros de sorpresa preguntándonos qué significaba esa palabra o esta otra y qué habría querido Xaviera decir.
Hace poco vino a mi casa, en uno de esos encuentros misteriosos, una mujer. Fui editora, me dijo y comenzamos a platicar. La charla que debió hacer durado media hora se extendió hasta cuatro y pudo haber terminado hasta el amanecer. La editora me contó sobre los astros y los escritores con quienes había tenido la suerte de convivir, hasta que llegó a Xaviera, la mujer de las piernas del libro de la Comercial. Entonces callé y seguí escuchando sin confesarle que aquella mañana, por culpa de Xaviera, casi termina mi encierro en otra parte que no era la escuela católica en la que mi madre me confinó sin piedad.
No recuerdo el tiempo que pasamos juntas leyendo sentadas en el piso, pero si estoy segura de que los guardias nos oyeron. Xaviera era demasiado escandalosa para leerse en silencio, ahora, entre varias, con risas y susurros, era definitivamente para observar.
Podíamos vivir sin las historias de Linda Blair que había nacido inocente según sus libros, pues al fin muy seguramente volvería a la perdición, pensamos. Pero, vivir sin Xaviera, la única mujer que se había atrevido a contar lo que nadie nos diría nunca ni en la casa, ni en la escuela, la que hablaba de lo que nuestras madres no nos confesarían jamás, de los que no habíamos sentido ni en sueños, no era posible.
Concluimos que definitivamente Xaviera tendría que ser parte de nuestros libros de cabecera pero sin estar a la vista. Armamos un plan para compartir el libro, una semana bastaría para que lo leyeras tú, y luego, tú y tú y finalmente yo, pero no sería yo la que se iba a parar nuevamente en las cajas de la tienda departamental para decirle a los clientes, buenos días, me llamo Laura y quisiera ver si es tan amable de prestarnos una moneda porque yo y mis amigas queremos comprar el libro de Xaviera y no tenemos dinero, así que lo mejor era distraer a los guardias, entrar al baño con el libro, salir sin el libro, pasar por las cajas sin que se nos cayera el libro, apretarlo con todo nuestro deseo entre el corpiño y el vientre, aguantar la respiración para que nuestro estómago no se viera más rectangular que redondo y caminar despacio pero no muy lento, rápido pero sin correr, para pasar desapercibidas y así lo hicimos, hasta que alguien, tal vez la directora de la escuela cuya conciencia nos seguía hasta en los sueños, quizá el espíritu de Santa Teresita del Niño Jesús, las almas chocarreras que persiguen a los culpables hasta el Purgatorio o los diablejos que se nos habían metido a las almas para hacernos pecar esa mañana, nos delataron.
Ignoro qué caras habríamos tenido entre el dolor de perder a Xaviera y la vergüenza de ver a nuestros padres en esa situación, pero fuimos presa fácil del guardia que ya nos había echado el ojo desde que ingresamos a sus terrenos.
Llamaré a su escuela, dijo, hablaremos a sus padres, ustedes pueden ir a una correccional.
Entonces me imaginé de inmediato, no con un amante como según leímos alcanzaba a contar Xaviera la de las piernas largas, sino tras las rejas, como Linda Blair. Una secuencia interminable de escenas borrosas por las calles de alguna ciudad desconocida, que pasó frente a mí, conmigo y mis amigas deambulando, mal comidas, vestidas a girones, sucias y sin hogar, me hizo decirle al guardia no sé que argumentos de inocencia. Secundada por mis compañeras logramos convencerlo de nuestro arrepentimiento y nos soltó.
La editora me contaba sobre los innumerables libros que había coordinado hasta que me dijo cómo era Xaviera, todo lo contrario a lo que imaginé. Esa mujer por la que casi terminamos en la cárcel o frente a la mirada escrutadora de toda la comunidad católica escolar, no era la dueña de las piernas largas que quise tener.
No valió que intentara sacar el pecho como decía Xaviera en esos poco párrafos que alcanzamos a leer o que buscara amoldar mi boca a la boca del otro que me miraba de lejos sugiriéndole que me podría besar como Xaviera contaba en el libro que leímos a medias ese día y que no nos pudimos robar, porque la Xaviera que yo soñé, según me contaba la editora, era distinta.
No quise saber más y nos despedimos.
La charla con la editora me devolvió a los pasillos blancos frente a las pirámides de libros baratos y prohibidos que no pude llevarme.
Nunca volví a poner un pie en esa Comercial y desafortunadamente, tampoco leí por completo a Xaviera.
Ignoro si mi poco conocimiento de sus consejos amatorios fue bueno o malo para mi vida posterior, pero si sé que mucho tiempo soñé con ponerme las medias de nylon y raya en medio que cubrían sus largas piernas en la portada del libro que casi tuvimos y que íbamos a compartir.
Llegué a creer que sería como un oráculo de la verdad y le pensé cuando recibía mis primeros besos hasta sentirme femme fatale y atreverme, como Xaviera, la escritora de las luces rojas y la portada de neón, a desabrochar el segundo botón de mi blusa blanca para que aún con el overol a cuadros encima, alcanzara a verse el moño blanco de mi camiseta de algodón.
Xaviera Hollander (1943), también llamada La madame alegre, escritora, autora y productora teatral, saltó a la fama por su libro The happy hooker, traducido a varios idiomas, que vendió millones de copias. Es considerada un icono de la liberación sexual.
Tejedora de historias
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* Mexicana, madre de Abril. Especialista en difusión de políticas públicas, Maestra en Política Educativa por el IIPE UNESCO, comunicóloga por la Universidad Autónoma de Baja California, ciclista convencida y en algunas ocasiones, pecadora que se queda en el intento…
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