
De frente y de perfil
A sus 74 años, la mujer disparó cobrándose el despojo. No es heroína, ni tampoco criminal, sino la evidencia viva del abandono institucional
Carlota N. tomó la justicia en sus manos; una pistola y un país sin ley
Alberto Carbot
El Estado de México no es el símil de las antiguas localidades de Dodge City y Tombstone, notorias por su violencia en el lejano Oeste —en gran parte debido a la ausencia de una aplicación efectiva de la ley y la prevalencia de duelos y conflictos armados—, ni tampoco Memphis, Tennessee, catalogada hoy como la ciudad más peligrosa de EU, pero a veces parece peor.
En días pasados, en Chalco, una mujer de 74 años, identificada como Carlota N., mató a balazos a dos hombres e hirió a uno más, que intentaban despojarla de la casa que ella consideraba suya. Fue detenida por homicidio y ahora se enfrenta a una maquinaria judicial que no reconoce matices, ni siquiera cuando se trata de una septuagenaria con un revólver y, al parecer, de una historia de hartazgo acumulado.
Según la versión oficial, las víctimas y sus familiares, alegaban haber rentado legalmente el inmueble. Ella, en cambio, dijo que se metieron sin derecho. No hay claridad aún sobre los documentos y el hilo completo de la historia, pero sí la hay sobre las balas: dos muertos y un herido. Un Estado desbordado, y una mujer que, con 74 años, no encontró más justicia que jalar del gatillo.
No es la primera vez que alguien de la tercera edad —un anciano—, marginado o ignorado por el aparato institucional, recurre a la violencia como única vía de defensa. Lo escandaloso no es el crimen, sino el contexto. ¿Cómo llega una anciana a armarse? ¿Quién la orilló? ¿Dónde estaba la autoridad cuando comenzó el conflicto?
Las preguntas no son jurídicas. Son políticamente correctas Y todas apuntan hacia el fracaso del Estado para resolver disputas básicas entre ciudadanos, garantizar la seguridad de los hogares y frenar el despojo, legal o simulado.
Carlota no es heroína, pero tampoco encaja en el molde de la criminal clásica. Es el reflejo de una sociedad que ha perdido las formas; una sociedad donde el abuso es cotidiano, el poder se administra a golpes y el derecho se convierte en trámite para quien puede pagarlo.
A partir de ahora, los partidos —si son mínimamente hábiles—, tratarán de capitalizar el caso. La “derecha”, según dicta la maniquea jilguería cuatroteísta, hablará de “legítima defensa”. La “izquierda”, sacrosanta y permisiva como siempre en el ideario 4T, lo presentará como “muestra viva de la violencia estructural”. Y el gobierno, como de costumbre, se escabullirá tras los hechos sangrientos. Ninguno atenderá lo fundamental: el sistema judicial no está hecho para proteger a los vulnerables, sino para administrarlos.
Sea lo que sea, Carlota N., duerme ahora en una celda. Su caso ya está contaminado. No sólo por las cámaras, sino por las lecturas polarizadas. Lo único claro es que supuestamente la violencia no nació en sus manos, sino que le llegó como única herramienta cuando el resto falló. Y ese es el verdadero disparo.
Aquí lo que se discute no es sólo la “legalidad” o “ilegalidad” del acto, sino la descomposición institucional que permitió que ocurriera y que una persona mayor se haya convertido en atacante.
El expediente de Carlota N., será leído hoy con lupa por peritos y fiscales, pero lo que lo provocó quedará fuera del alcance judicial, porque desde mi personal punto de vista, el fondo no es penal; es social, es político. Vamos, es un fracaso compartido.
Y en todo esto hay algo profundamente cínico en acusar de homicidio a priori a una mujer —hecho que sí está documentado judicialmente, debo señalar—, sin revisar ni tomar cuenta primero cuántas veces pidió auxilio, cuántas veces fue ignorada o cuántas más tocó unas puertas que no se abrieron.
La anciana representa el caso de miles de mexicanos, de todas las edades, que sobreviven a empujones para tratar de que la justicia les haga caso y tome en cuenta sus denuncias, luego que se enteran de que su casa ya no les pertenece, porque ya hay alguien dentro de manera ilegal y que lo hizo ya sea con artimañas o por la fuerza y con violencia.
Ahora sí —luego de que la “justicia” procedió por obligación, como debió haberlo hecho antes de los hechos sangrientos—, habrá que preguntarse cómo Carlota N., será recordada: como la pistolera o como la despojada. Sin embargo, ninguna etiqueta alcanzará para comprender la dimensión del vacío en el que actuó. En el México profundo, la propiedad no se protege con abogados; se protege con presencia, con denuncias en las redes sociales y con favores. Todo hace suponer, hasta hoy, que Carlota N., no tenía nada de eso, pero sí una pistola.
Cuando la urgencia es conservar y defender el espacio propio, porque las instancias de gobierno te tiran a loco, la edad se vuelve un dato decorativo, y con perdón de los lectores, la vejez no impide disparar. A veces, sólo lo hace más inevitable.
Los vecinos quizá hablarán de ella como alguien “muy tranquila”, “muy sola”, “muy buena persona”. O, por el contrario, conforme pasen los días, comenzarán a colgarle sambenitos: “irascible”, “intratable”, una Ma Barker a la mexicana, violenta y sanguinaria, que seguramente ya debía muchas otras. La verdad es que esas frases aparecen siempre después del disparo, casi nunca antes, cuando realmente harían falta para prevenir o, en todo caso, entender a este tipo de personas.
La Fiscalía hará su trabajo, pero no buscará responsabilidades en los actores invisibles: los arrendadores oportunistas, los notarios laxos, los funcionarios y agentes policiacos que ignoraron alertas. Ellos siempre quedan fuera del encuadre.
Lo más perturbador es que desde el poder se ha normalizado esa relatividad de la ley. “Y que no me vengan a mí con el cuento de que la ley es la ley”, dijo una vez el expresidente Andrés López Obrador en una de sus conferencias mañaneras, en uno de esos arrebatos que disuelven el principio de legalidad como si fuera una molestia burocrática.
Y parece que nadie tomó en cuenta —mucho menos la sacrosanta feligresía cuatroteísta—, que ese tipo de discursos, pronunciados desde la tribuna presidencial, no contribuían únicamente a erosionar la autoridad del derecho, sino que también instalaban en el imaginario social la idea de que la ley puede torcerse, ignorarse o adaptarse según la causa, la narrativa o el interés. En ese contexto, si a esas vamos, ¿por qué una mujer como Carlota N., habría de confiar en los cauces legales, si quienes los encabezan los desprecian públicamente?
Y así, ella se convierte en un fenómeno mediático. No porque sea excepcional, sino porque encarna una historia que ya hemos visto, pero que no queremos asumir, ni ver a todo color, como sociedad y menos como gobierno. Los departamentos, las casas, los ejidos, las parcelas, las huertas, los ranchos, no deberían ser campos de batalla, pero lo son, porque la ley no llega y si llega, llega tarde, muchas veces sólo para proteger al más fuerte.
La indignación —como suele ocurrir en estos tiempos acelerados, propios de una generación Jet, extendida, como la bautizó acertadamente en los años 60 mi querido colega Antonio Caballero—, será efímera. El caso se diluirá en unos días. Y tras él vendrá otra historia parecida: otra pistola y otras víctimas con nuevos protagonistas. Puede ser otra anciana, un anciano, una mujer joven, un hombre, incluso un adolescente. Es probable que Carlota N., acabe encerrada en prisión o bajo arresto domiciliario. Es irrelevante. Lo esencial es que ninguna sentencia abordará la causa real que la llevó a apretar el gatillo.
Porque si analizamos este caso de forma desapasionada, sin maniqueísmos —que es la bandera del actual gobierno—, lo que falló no fue ella. Lo que colapsó fue el tejido institucional que debía evitar que una anciana considerara lógico tener un arma y usarla. El derecho penal no alcanza para contener una sociedad donde la gente ya no cree en el Estado y donde las armas sustituyen a los jueces.
Y aún así, habrá quien celebre el castigo de Carlota N., como muestra de que “la ley se aplica parejo”. Como si encerrar ancianas fuera una victoria para la justicia; y la política seguramente tampoco actuará. Las Carlotas no rinden muchos votos. Ella se percibe “dura”, pero ancianos vulnerables hay muchos, miles, millones en el país, y lo que no hay son encuestas que midan el abandono ni su indefensión, ni tampoco influencers que lo vuelvan tendencia, porque no les importa ni les dejan likes.
Tampoco nadie reformará el sistema notarial y nadie investigará el tráfico de escrituras. Nadie hará rendir cuentas a los jueces de lo civil que duermen los expedientes por años, porque, en el fondo, lo de Carlota N., no incomoda y porque, además, conforme pasan los días, se ha convertido en espectáculo masivo en todos los espacios, en los hogares, en las reuniones familiares o de amigos, en tema jocoso de cantinas y antros, pero principalmente de tema viral en las redes.
Se consume hoy como una anécdota desmadrosa y apuesto a que luego se desechará. Pero es justo ahí donde el Estado se muestra tal cual: no en lo que resuelve, sino en lo que permite, tolera o consiente a conveniencia. Y a Carlota N., —dicen sus malquerientes—, todo se le permitió hasta que disparó. O puede ser que Carlota N., se hartó del mal accionar de la “justicia” y por eso los abatió, aseguran sus adeptos.
En realidad, sus disparos no sólo mataron a dos hombres e hirieron a un tercero, mataron también la pretensión de que vivimos en un país con reglas claras. Fue el ruido seco de una certeza que se derrumba: aquí no hay justicia sin violencia.
Y aunque ella sea juzgada por homicidio, no es la única que disparó. Que en el expediente señalen claramente y con mayúsculas, que también lo hizo el Estado, porque el suyo fue un tiro por omisión. Coloquialmente dicen que Carlota N., ya estaba “hasta la madre” y que por ello tomó la justicia en mano propia. Por ahí va la cosa. Mucha cuestión de semántica, de giros gramaticales, de retórica, pero terrible por donde se le vea.