
Papa-Trump: de la brutta figura al fetichismo demoledor
Roma murmura incesantemente a pesar del silencio autoimpuesto de los cardenales ante el cónclave con el que se elegirá al próximo pontífice. Cada gesto, cada palabra de los purpurados llama la atención tanto dentro como fuera de los muros del Vaticano. Y es que la muerte del Papa Francisco no puede reducirse solo a la partida de un eslabón en una larga cadena de sucesiones; se trata del fin de una era que convirtió la periferia en centro, la misericordia en doctrina, y la sinodalidad en método.
Según se comenta en estos días, estamos frente a dos posibles escenarios: Un cónclave breve y casi burocrático –algunos dicen prestissimo– en el que la mayoría de los cardenales, en razón de su novel participación y su variopinta procedencia, confiarán en simplificar la elección para favorecer a los purpurados que en primera instancia resulten con más votos.
O un cónclave tortuoso, largo y difícil justamente por la pluralidad de pensamientos y pareceres de los cardenales ante una decisión que los ubicaría en las antípodas del tipo de ministerio petrino que se requiere: uno que continúe y profundice la reforma de Francisco o uno que repliegue y revierta algunas de las polémicas decisiones del pontífice argentino.
Así, el testamento invisible de Francisco parece debatirse entre la reforma o la restauración; y por ello, la mayoría de los cardenales no quieren dejar de manifestar su opinión. De hecho, durante las Congregaciones Generales (sesiones privadas donde los cardenales atienden asuntos preparativos al cónclave y expresan sus ideas sobre los desafíos de la Iglesia y el perfil que esperan del Obispo de Roma) se han escuchado muchas y muy largas intervenciones. Un experimentado cardenal –por lo menos con dos cónclaves a sus espaldas– comenta con cierta molestia que los cardenales quieren hablar en las congregaciones pero que no saben bien de qué se trata y sólo dan largos discursos, remedos de homilías o panegíricos sin ninguna concreción.
Por otra parte, las homilías de los Novendiali han sido un espejo deformante. Si bien los purpurados elogiaron prudentemente al pontífice fallecido, sus palabras deslizaron sutilmente una pregunta incómoda: ¿Cómo ser Papa sin ser Francisco? ¿Cómo ser pontífice en el siglo XXI de manera auténtica sin caer en la tentación de la imitación de un estilo inimitable? Francisco sin duda resquebrajó la pompa vaticana con originalidad y audacia en gestos y decisiones; pero “¿debería el próximo Papa ser tan voluntarioso?”, se cuestionan los cardenales.
Es momento de hacerse todas las preguntas necesarias porque a partir de la tarde del 7 de mayo no habrá más diálogo ni murmullos. Hasta este momento, de entre los asuntos deslizados por los cardenales en público o en privado, parece haber tres tensiones que guían el discernimiento para la elección de un Papa que se espera pueda celebrar en 2033, el Jubileo de la Redención:
Un Papa que enfrente la geopolítica del caos. El mundo se ha fracturado tanto política como económicamente; y la realidad de una nueva era cultural obliga a una reintegración del faro moral de la Iglesia católica en las dinámicas diplomáticas y de cooperación internacional.
Un Papa que gobierne la sinodalidad eclesial. Si bien Francisco impulsó una Iglesia en salida, horizontal y audaz, el modelo colisiona contra un gigantesco edificio teológico-canónico y un imbatible aparato regulador, ahí el pontífice deberá indicar el sitio donde se confirma la unidad de una Iglesia diversa.
Y un Papa que reimagine el sentido de la misión desde la experiencia de las comunidades cristianas minorizadas, con expresiones y devociones sumamente comprimidas; que lucen como pequeñas semillas a punto de explotar en algunas localidades, sobre todo en Asia y África.
Son a mi parecer estas tensiones y no el falso debate entre “conservadurismo y progresismo” las que realmente traspasan el interés de los cardenales. Es claro que estas categorías se utilizan para simplificar complejidades, pero en el fondo la Iglesia tiene una dimensión de salvación ulterior que navega fuera de la razón y la lógica; y que si se mira desde otra perspectiva, siempre ha tratado de ser resistencia con el poder, sin el poder y a pesar del poder.
La religión (el re-ligar al hombre con Dios y a la trascendencia) es algo que hoy el mundo se toma de forma burlesca; y para muestra está el meme del Papa-Trump publicado por la propia Casa Blanca mientras la Iglesia aún llora la muerte de su pastor. El gran drama cultural contemporáneo es el expolio que se comete contra el credo y la esperanza de los creyentes así como contra la libertad y convicción de los no creyentes. Y la Iglesia católica ha mostrado de diversas maneras su propia resistencia a este fenómeno: Juan Pablo II lideró una resistencia política, Benedicto XVI promovió una resistencia intelectual y Francisco actuó desde una resistencia misericordiosa contra las imposiciones de las formas y las dictaduras ideológicas que instrumentalizan y descartan al ser humano.
Del mismo modo, en estos días, la Iglesia católica se resiste a ser constreñida a un evento de anuario o a un juego de cartas políticas; porque el próximo pontífice cargará sobre sus hombros la gran tarea de hacer creíble la identidad cristiana en cualquier lindero del mundo. No importa si es en los grandes palacios o en las últimas favelas, en los barrios más humildes o en los rascacielos más privilegiados, allí se tiene que seguir hablando con Dios y de Dios. Y esto es justamente lo que se espera acontezca antes de que termine esta semana desde el balcón de la Basílica de San Pedro y después de la anhelada fumata bianca.
*Director VCNoticias.com | Enviado especial siete24.mx a Roma