Lilia E. Cárdenas Treviño, líder social y promotora cultural
CIUDAD DE MÉXICO, 1 de agosto de 2017.- Desde 1978, las tareas de conservación de los murales han estado a la par de los trabajos arqueológicos en la Zona Arqueológica del Templo Mayor, lo cual a decir de la arquitecta y restauradora Michelle De Anda Rogel, significan todo un reto, porque al momento de exhumarlos éstos empiezan a reaccionar drásticamente con el medio ambiente que es más agresivo de lo que fue hace 500 años.
La especialista del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) dio a conocer los avances de esta investigación dentro del ciclo de conferencias en torno a la exposición Nuestra sangre, nuestro color: La escultura polícroma de Tenochtitlan, que se presenta hasta el 20 de agosto en el Museo del Templo Mayor.
Puntualizó que sólo seis edificios de la zona arqueológica conservan restos de policromía: el Templo Mayor, la Casa de las Águilas, los edificios M y N, y los Templos Rojos (Norte y Sur).
Indicó que los murales mexicas se realizaron sobre diversos soportes constructivos, aplanados de tierra y, los mejor conservados, sobre estuco. El criterio de conservación para ambos ha sido in situ, y como parte de esta labor se ha recurrido al rescate de la información visual mediante el registro digital de las pinturas para analizarlas de manera detallada y hacer una intervención adecuada ante su inminente deterioro.
Recordó que el proyecto de registro gráfico minucioso de la pintura mural mexica se remite a 1994, ante la preocupación por la posible pérdida de los murales, y fue emprendido por el doctor Leonardo López Luján, actual director del Proyecto Templo Mayor, y el arqueólogo e ilustrador Fernando Carrizosa Montfort; éste último apoyado de lupas estereoscópicas y luces ultravioleta, logró identificar dónde había color, repintes o huellas de elementos punzocortantes que hubieran servido como trazo preliminar.
Explicó que para 2004, el arqueólogo Carrizosa se encargó de realizar las calcas de las pinturas murales a escala 1:1 sobre un acetato transparente, mismas que después fueron copiadas en papel albanene bajo el mismo parámetro de medición. Estas imágenes fueron digitalizadas por partes y en alta resolución por la diseñadora Luz María Muñoz. En total se contabilizaron 60 pinturas, que abarcan aproximadamente 200 metros cuadrados analizados durante el proceso.
En 2011, la restauradora De Anda y su equipo tomaron sistemáticamente cuatro mil 500 fotografías para la elaboración de mosaicos fotográficos utilizados para revestir, junto con los murales digitalizados, modelos tridimensionales de los edificios policromados.
De acuerdo con la investigadora, este sistema permite observar de manera minuciosa las diferencias en cada pictografía, y a futuro podría servir para reconstruir de manera virtual la decoración original de los murales que adornaban los recintos de la antigua Tenochtitlan.
Explicó que con este registro tecnológico, apoyado también del plano topográfico digital de la zona arqueológica, elaborado en colaboración con especialistas de la Universidad Prefectural de Aichi, Japón, así como las restituciones cromáticas de las esculturas adosadas a la arquitectura, se puede confirmar la idea que el Templo Mayor es la representación del monte Coatépetl, simbolizado por un lado con cabezas de serpiente de color azul dedicadas al dios Tláloc, y por el otro, en tonos ocre que aluden a Huitzilopochtli.
“Si observamos las cabezas de serpiente que fueron colocadas en las fachadas del Templo Mayor, en el lado norte dedicado a Tláloc, se aprecia predominantemente el color azul (fertilidad y agua), y del lado sur, que remite a Huitzilopochtli, prevalece una tonalidad ocre (sequía y día). Por tanto, los matices también funcionan para reafirmar esta cosmogonía: la relación entre las deidades y los espacios que se están habitando”.
La restauradora precisó que se tiene identificado un uso saturado y homogéneo de colores tanto en la pintura mural como en las esculturas. La intención de plasmarlo así, dijo, apuntaba a la idea de hacer legible la obra, más que al deseo de plasmar su realidad en tres dimensiones.
“Las pinturas mexicas a diferencia de otras, no cuentan con sombras ni cambio de tonalidades, los dibujos son bidimensionales y no tienen perspectiva. Se puede apreciar también que los fondos carecen de escenografía, elementos iconográficos o personajes y generalmente son de un color”.
Para la identificación de los pigmentos se hicieron tres tipos de estudios: la fluorescencia de rayos X, que determinó su composición química elemental; la difracción de rayos X, con la que se identificaron los compuestos minerales; y la cromatografía de gases acoplada a la espectrometría de masas mediante la cual se reconocieron los materiales orgánicos.
Los especialistas determinaron que son cinco los colores que predominan tanto en la pintura mural como en la escultura mexica, casi todos de origen inorgánico, excepto el aglutinante que era orgánico y se obtenía del mucílago de orquídea.
“El rojo procedía de la hematita (se cree que este óxido férrico provenía de la Sierra Patlachique, en Teotihuacan); del mineral goethita se producía el ocre (probablemente traído de Guerrero); el azul se importaba del área maya y era una mezcla de arcillas blanquecinas llamadas paligorskitas y hojas de añil; el blanco, de la cal (mencionado en el Códice Mendoza, material que era tributado por una provincia de Hidalgo), y el negro, del carbón mezclado con arcillas”.
Los murales tuvieron mantenimiento en diversas etapas de la civilización mexica, ya sea por la vía técnico-funcional (cuando se deterioraba la capa pictórica), cambio conceptual (sustitución del color) o de renovación simbólica (cuando recubrían con un pigmento idéntico), concluyó la restauradora.