Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Convivimos mal con las enfermedades. Cuando estamos moderadamente sanos no sólo no recordamos lo mal que nos ponen, también solemos olvidar que quienes las padecen requieren comprensión además de asistencia médica. Si esto ocurre con males conocidos, cuando nos aparece un patógeno nuevo y desconocido se nos acaba la indiferencia y solemos ponernos a la defensiva. Es comprensible.
La llegada del Coronavirus COVID-19 a la humanidad nos pone a prueba en nuestra ciencia, en nuestro entendimiento y en la organización que como sociedades hemos construido para atender a los enfermos y para reducir el índice de contagios. Pero también pone a prueba nuestra capacidad humana de comprensión, de otredad, de sacrificio y de compasión.
Hemos seguido el desarrollo de la trasmisión epidémica del COVID-19 prácticamente cada día y desde cada rincón del planeta. Cada jornada, los medios de comunicación actualizan la información de contagios como si dieran un reporte meteorológico; y en las localidades donde ya se ha confirmado la presencia del virus, cada historia de los pacientes se exprime con sórdidos detalles.
Los modelos epidemiológicos actuales nos preparan frente a lo que probabilística y estadísticamente sucederá en los próximos meses: tendremos que convivir con esta enfermedad. Tenemos que apoyar con recursos –y paciencia– todos los esfuerzos que la investigación médica pueda hacer para encontrar los mecanismos de prevención, reducción del índice de contagio y recuperación de personas enfermas; pero también nos debemos preparar anímica y emocionalmente para lo que indefectiblemente es y será el sufrimiento de mucha gente.
El COVID-19, como ya lo han hecho otros agentes patógenos en el pasado, ha detonado reacciones muy negativas a lo largo del orbe: miedo, discriminación, desconfianza, autopreservación y abuso. Es cierto que las autoridades civiles, auxiliadas por sus agentes del orden -ejército y policía- están obligadas a imponer un orden marcial en los espacios y localidades donde se han confirmado los contagios con el único interés de reducir el índice de transmisión; y es cierto que, el aislamiento de los infectados es de las mejores medidas de contención epidémica.
Y, sin embargo, por más duras y restrictivas que deben ser, las medidas de contención no deben arrancar la dignidad humana de los enfermos, infectados o sospechosos de contagio. De hecho y, muy especialmente en el caso del COVID-19 por la casi imperiosa necesidad de hospitalización de infectados, el reto mayúsculo para quienes no son investigadores biomédicos o agentes del orden, tiene que ver con los actos de humanitarismo, compasión y solidaridad ante la epidemia.
Es decir, a la par de preguntarnos cómo reaccionarán los servicios médicos de urgencia o de unidades de cuidados intensivos y cómo se operarán las autoridades del orden para mantener los cercos epidemiológicos en nuestro país; también es importante preguntarnos cómo actuará la población, los medios de comunicación, las empresas y negocios, los centros educativos y todas las estructuras intermedias de la sociedad. Por desgracia es previsible -basados en la experiencia- que el mercado de antisépticos y mecanismos de profilaxis (geles antibacteriales, cubrebocas, sanitizantes, desinfectantes, etcétera) se aproveche de la situación; que los medios de comunicación quiebren la línea ética y la responsabilidad social para mantener audiencias; que la población caiga en pánico y que el pánico sea utilizado por agendas políticas o ideológicas.
Ojalá me equivoque y que, para desarmar a los cultivadores del género apocalíptico, reconozcamos a quienes hoy hacen todo lo posible para entender cómo será la convivencia de la humanidad con este y otros virus. Que vivimos en permanente zozobra, es un hecho; que aún en ello siempre hay quienes se enfrentan a los infortunios que merodean por todas las esquinas del siglo, es una ventaja de la humanidad en la que vale la pena confiar.
@monroyfelipe