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Durante casi 15 años mi vida giraba entorno a una oficina, de lunes a viernes pasaba hasta 14 horas diarias en ella, atendiendo las distintas situaciones y resolviendo problemas, siempre con mis dos teléfonos celulares en la mano, incluso los fines de semana el trabajo continuaba a distancia. Mis celulares se habían convertido en el centro de todo: llamadas, mensajes, videollamadas, correos electrónicos, participaciones en los grupos de WhatsApp, todo ello entraba y salía sin parar.
Caminaba por la calle hablando o leyendo los mensajes en el teléfono, me sentaba frente a la mesa a la hora de comer con el celular en la mano y lo consultaba entre bocado y bocado. El móvil se convirtió así en parte de mí, era mi acompañante inseparable y le dedicaba horas tan solo escuchaba la alerta de llamadas o mensajes.
Aun sin utilizarlo juraba que vibraba, percibía su sonido y lo buscaba angustiada, ¿dónde está?, buscaba en el saco, en la bolsa, sobre el escritorio de la oficina, en la mesa de la casa, cuando lo encontraba y revisaba, solo era mi imaginación porque no había sonado, ni llegado alguna notificación.
Cuando dejé de trabajar esto me pasaba muy seguido, era la costumbre, fue una etapa en la que creía que en todo momento vibraba la alerta del celular y entendí que tenía el Síndrome de Vibración Fantasma (SVP), que de acuerdo al National Center for Biotechnology Information es una percepción intermitente de que un teléfono móvil vibra cuando no lo hace.
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