
De frente y de perfil
El anuncio paradójico en el que el gobierno federal informa la entrega de 36 mil millones de pesos a la CNTE no puede pasar desapercibido. No es un dato neutro. Es una señal política de gran calado. Y merece una reflexión razonada.
Primero. Protestar es un derecho irrenunciable. En cualquier democracia seria, la libre expresión y la posibilidad de manifestarse pacíficamente son pilares del pluralismo. Las sociedades abiertas necesitan su disidencia para corregirse y evolucionar. Pero ningún derecho es absoluto. También la protesta tiene límites. Límites razonables. Límites que protegen a los demás. El problema comienza cuando el reclamo justo atropella a terceros. Cuando una consigna, por legítima que sea, paraliza ciudades, toma escuelas, cierra carreteras o bloquea hospitales. Eso ya no es protesta: es ocupación del espacio público por la vía de hecho. Y con frecuencia, sin consecuencias. No se trata de negar causas ni de descalificar luchas. Se trata de preservar la legalidad como marco común. En democracias consolidadas, esta tensión se enfrenta con reglas claras. En Alemania, bloquear una autopista federal es delito (StGB §315b), incluso por motivos políticos. En Canadá, el uso de la Emergencies Act para liberar el puente Ambassador fue respaldado por tribunales y Parlamento. En Reino Unido, la Public Order Act 2023 permite restringir protestas que afecten infraestructura esencial. Ninguno de esos países es represor. Todos son democracias maduras. Porque aplicar la ley no es reprimir. Es gobernar. En México, en cambio, se ha normalizado lo anómalo. Ciertos grupos pueden colapsar la vida pública sin costo. Protestar se ha vuelto sinónimo de paralizar. Y paralizar, sinónimo de negociar. El orden jurídico es opcional. El desorden, moneda de cambio. Mientras tanto, el ciudadano común —el que cumple, respeta y trabaja— observa. Y aprende. Aprende que la obediencia no sirve. Que el cumplimiento no se premia. Que quien más afecta el orden público es quien más obtiene. Esa lección, repetida, mina la confianza en las instituciones. Y erosiona la democracia desde dentro.
Segundo. La CNTE ilustra esta deriva. Se trata de un movimiento con origen legítimo, pero con un historial documentado de bloqueos, sabotajes a evaluaciones docentes y tomas prolongadas. No como excepción, sino como estrategia. Y ahora, recibe 36 mil millones de pesos. No como parte de una política educativa integral. No por méritos. No por resultados. Sino como respuesta a una presión sostenida. Como concesión. Como pago para evitar más conflicto. Hay que advertir el mensaje. Un mensaje peligroso. Porque mientras quienes sí siguieron las reglas fueron ignorados, quienes resistieron, en cambio, el marco legal fueron recompensados. El Estado dio una señal clara: presionar sirve, cumplir no. Y esa señal desincentiva el mérito, la institucionalidad y la vía pacífica. Premiar la transgresión debilita la legalidad. Debilita la justicia. Debilita al propio Estado. En otras democracias, estas tensiones se enfrentan sin claudicar. En Francia, los bloqueos ilegales de servicios esenciales se desactivan con apego a la ley. En Estados Unidos, varios estados sancionan la obstrucción de infraestructura crítica. Aplicar la ley no es autoritarismo. Es un acto de equilibrio democrático. Aquí, en cambio, se ha optado por la claudicación anticipada. Por comprar paz a corto plazo, aunque se debilite la autoridad en el largo. La presión como política pública ya es rutina. Y el precedente queda sembrado: si un grupo puede obtener beneficios sin reglas, otros seguirán el mismo camino. Porque el ejemplo funciona. Y porque el Estado ha decidido ceder antes que sostener principios.
Tercero. Lo ocurrido con la CNTE no es una anécdota. Es un síntoma estructural. Es una fórmula peligrosa que se repite. Transgresión prolongada + presión organizada = transferencia de recursos públicos. Y esa lógica es insostenible. Ni fiscal ni moralmente. No hay presupuesto que aguante chantajes sucesivos. No hay justicia que sobreviva si la ilegalidad es la vía más rápida para obtener recursos. No hay autoridad que resista si cada crisis se resuelve con un cheque. La pedagogía del chantaje se aprende rápido. Hoy se paga por evitar un bloqueo. Mañana se pagará por evitar veinte. Y pronto, ya no habrá con qué pagar. Y el ciudadano que sí cumple queda cada vez más marginado, desilusionado, silencioso. Esto no es criminalizar la protesta. Es advertir que sin legalidad, la protesta pierde legitimidad. Es recordar que el Estado debe proteger también a los que no protestan. Que gobernar no es conceder bajo presión. Es construir justicia. Establecer certeza. Garantizar equidad. Protestar no es extorsionar. Aplicar la ley no es reprimir. Gobernar no es comprar paz con dinero público. Es sostener principios. Incluso cuando incomodan. Incluso cuando generan tensión. Porque si violar la ley se vuelve rentable, la legalidad deja de tener sentido. Y si el poder se ejerce pagando para no ser desafiado, entonces pierde legitimidad. Entonces sí: el mundo al revés deja de ser metáfora. Y se convierte en el método de gobierno.