
Allan Saint-Maximin, “feliz de estar en México” y América...
Desde su llegada al Poder Ejecutivo federal en 2018, el proyecto político encabezado por Morena ha emprendido una ruta deliberada para socavar los cimientos del orden democrático mexicano. Amparado en una legitimidad inicial construida sobre el hartazgo social, y blindado con una indebida mayoría calificada en el Congreso de la Unión, el régimen ha avanzado en un proceso de concentración autoritaria del poder sin precedentes en la historia reciente del país.
Lejos de gobernar con respeto al pluralismo, la rendición de cuentas y los contrapesos, Morena ha apostado por el aniquilamiento sistemático de los caminos institucionales que garantizan una democracia funcional. Este asalto a la República no es casual ni aislado: responde al objetivo mayor de perpetuarse en el poder, consciente de que el proyecto ha fracasado en la solución de los grandes problemas nacionales. Sabedor de que las promesas incumplidas no podrán sostenerse por siempre, el oficialismo busca cerrar la puerta a cualquier alternancia posible mediante el debilitamiento de las reglas del juego democrático.
Una de las expresiones más alarmantes de esta deriva autoritaria es la cancelación de libertades fundamentales. La libertad de expresión, de difusión y de investigación enfrentan hoy un cerco político, mediático y presupuestal que limita su ejercicio. La aniquilación del INAI, convertido en rehén legislativo para impedir el acceso ciudadano a la información pública, es prueba clara del desdén oficial por la transparencia. A ello se suma una narrativa de constante estigmatización a opositores, periodistas, medios críticos, académicos y organizaciones de la sociedad civil, a quienes se les busca silenciar mediante el descrédito o el ahogo financiero.
El Poder Legislativo, lejos de ser un espacio de debate y fiscalización, ha sido reducido a una oficina de trámites del Ejecutivo.
En el mismo tenor, el Poder Judicial ha sido blanco de una campaña de hostigamiento sin precedentes. El objetivo es claro: sustituir a los jueces independientes por perfiles a modo, dóciles ante el poder, incapaces de resistir los abusos del Ejecutivo. La elección de ministros, magistrados y jueces producto de la movilización de Morena es solo el envoltorio populista de un intento por colonizar al último contrapeso institucional que resistía.
El paso más reciente y peligroso en esta ruta de regresión democrática es la anunciada reforma electoral. Diseñada desde el poder, con un diagnóstico amañado y una lógica vengativa, esta reforma pretende desmantelar al INE, suplantar su autonomía, recortar su capacidad operativa y colocarlo al servicio del oficialismo. Se busca también desaparecer los legisladores de representación proporcional y eliminar el financiamiento público a los partidos, lo que beneficiaría solo a quien ya detenta el poder.
Todo esto ocurre mientras el régimen roba a manos llenas los recursos públicos. El desmantelamiento de instituciones ha sido acompañado de una opacidad rampante, de adjudicaciones directas, de megaproyectos sin controles, de programas sociales sin reglas claras ni padrones auditables. La supuesta ayuda a los pobres no es más que un reparto clientelar mal diseñado, que no genera derechos ni resuelve de fondo ninguna de las carencias históricas. Mientras tanto, los servicios públicos —salud, educación, seguridad, infraestructura— se desmoronan ante los ojos de millones de mexicanos.
No hay lugar a dudas: la democracia mexicana está en jaque. Morena no gobierna para el pueblo, sino para sí mismo. Ha traicionado su promesa de transformación al convertir la esperanza en simulación, y la justicia social en control político. La única manera de frenar esta deriva es con una ciudadanía informada, crítica y activa, que no se deje seducir por la propaganda. La defensa de la democracia no es un capricho: es una necesidad histórica. Porque sin democracia, no hay futuro.
*Presidente Nacional del PRI.