Descomplicado
Pagar la deuda histórica con los pueblos indígenas, fue la frase central que los medios de comunicación destacaron del discurso que López Obrador dirigió a los presentes en Comitán, Chiapas. Lo mismo hizo en Las Margaritas. Eran los días de campaña y era el 11 de junio de 2018, apenas 21 días antes de las elecciones. Meses después, el 3 de diciembre y con la investidura presidencial, en un evento lleno de simbolismos, el elegido recibió el bastón de mando de los pueblos originarios. Se creyó entonces que una alianza histórica estaba sellada. La suerte de los pueblos nativos cambiaría para bien.
Todo hacía suponer que el ingrato abandono que habían sufrido esos pueblos por los gobiernos precedentes había llegado a su fin. Uno de los más soñados anhelos de ese electorado que representa a más de 25 millones de mujeres y hombres parecía estar al alcance de la mano. La deuda histórica sería finalmente saldada y el mundo indígena y la comunidad afro descendiente arribarían felizmente a una etapa de justicia social y de pleno reconocimiento.
Adelfo Regino, quien ya se perfilaba para dirigir el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, ofrecía como alternativa la elaboración de planes de desarrollo integral, los que se harían con base en consultas públicas para reflejar las necesidades de los pueblos. A la vez, ofrecía financiamiento para el desarrollo económico y la creación de un organismo público para atender las necesidades de las comunidades. Una era luminosa para los pueblos indígenas parecía estar asegurada. Sólo una voz discordaba, la del movimiento que encabezaba Marcos, quien desde 2005 había señalado al discurso de Obrador como de «derecha moderada», simplemente no creía en la promesa.
La deuda del Estado mexicano con los indígenas es la deuda con los más pobres del país. Son los más pobres entre los pobres. Por eso el alcance de la promesa electoral de quien hoy ocupa la presidencia de que la política pública debía orientarse por el principios de «primero los pobres», convenció a rajatabla. No podía ser de otra manera, el 71.9 por ciento de la población indígena se debate en la pobreza; el 28 % sobrevive en la pobreza extrema; de los 697 municipios en los que predominan las etnias en 597 su población vive en pobreza y 167 en pobreza extrema.
Es una gran verdad afirmar que la manera en cómo los gobiernos han tratado a los pueblos indígenas en el presupuesto refleja el interés que se pueda tener por ellos y dibuja con claridad el carácter de su política social. En el 2015, durante el ejercicio del gobierno peñista, obviamente neoliberal, dicho presupuesto alcanzó un máximo histórico de 12 mil 129 millones 311 mil 599 pesos. Sin embargo, en años posteriores esa cantidad fue cayendo de manera crítica hasta menos de la mitad. Por esta última razón, podía decirse, que a dicho gobierno no le interesaban tanto los pueblos originarios y sus carencias.
No obstante las cosas han evolucionado en forma distinta a la esperada en el presente gobierno. Y es que en los días que corren la indignación de dichos pueblos ha crecido en relación inversa a la disminución de su presupuesto. La gota que ha colmado el vaso ha sido el anuncio de que el presupuesto 2020 representará 40 % menos que el autorizado para 2019, y obviamente muy lejos del máximo histórico de Peña del 2015. Algo ha pasado con el ofrecimiento del ejecutivo de saldar la deuda histórica que se tiene con los indígenas. Parece ser que no serán los «hijos predilectos del régimen» y tendrán que seguir reclamando la deuda histórica, la que ahora acumula un nuevo agravio, el del incumplimiento de la palabra empeñada.
Los 3 mil 562 millones 717 mil 700 pesos que se le otorgan al INPI, han dicho los liderazgos tradicionales de los 68 grupos étnicos que existen en el país, son claramente insuficiente para generar el bienestar de sus pueblos y no representan casi nada para revertir estructuralmente la pobreza que padecen.
La austeridad con que se está tratando a este sector de la población no tiene ninguna justificación técnica si se revisa el comportamiento de la economía mexicana, tampoco ética si se valoran las carencias históricas del sector y mucho menos política si se considera que en el proyecto de nación obradorista los protagonistas deben ser los que menos tienen. En cambio pierde el gobierno una oportunidad extraordinaria para resolver el problema del olvido indígena y desprecia una coyuntura para alentar la confianza de este sector de la sociedad.
La incomprensible e incongruente decisión gubernamental de castigar en el presupuesto, por enésima ocasión, a los indígenas abre un frente de reclamos que le restará legitimidad. ¿Si no son los pobres, y entre ellos, los más pobres, entonces a quienes privilegiar con las políticas públicas? La desafortunada decisión pega en la credibilidad de la política social de lo que se ha proclamado como la cuarta transformación.