
Historias Surrealistas
Pocas situaciones han generado tanta confusión en el episcopado católico mexicano como la Elección Judicial pasada. Basta dar un seguimiento somero a las declaraciones de los obispos mexicanos antes y después del proceso electoral para corroborar que no había siquiera un atisbo de consenso en el juicio ante el panorama político.
En la perspectiva esperanzadora, el obispo de Matamoros-Reynosa, Eugenio Lira Rugarcía, expresó su confianza en que fuera “una buena jornada y que haya buenos resultados” que las elecciones “quizá no sean perfectas… pero vamos tratando de ir mejorando las cosas”.
El obispo de Chilpancingo-Chilapa, José de Jesús González Hernández, no sólo se limitó a exhortar a “votar a conciencia y respetar los resultados de la elección” sino a reconocer que “la Iglesia siempre estará en favor de la voluntad popular” y mostró confianza en la participación de la gente y el respeto entre los que votaron y los que decidieron no hacerlo.
El mensaje del obispo de Piedras Negras, Alfonso Miranda Guardiola, fue mucho más propositivo: “Es fundamental que los ciudadanos participen activamente en este proceso electoral, pues la designación de ministros, magistrados y jueces impactará directamente en el sistema judicial y en la protección de nuestros derechos”.
En una postura más crítica, el obispo de Irapuato, Enrique Díaz Díaz, reconoció la necesidad de “mejores jueces” pero, dijo “no sé si este camino que se eligió sea el más apropiado para buscar mejores jueces” porque la gente “ni saben dónde votar, ni saben por quién votar”.
Desde una neutralidad aguda, el obispo de Torreón, Luis Martín Barraza Beltrán, declaró que, con la elección de juzgadores, “no van a cambiar mucho las cosas entre dos situaciones imperfectas… Estamos aquí metidos porque la impartición de justicia en México ha dejado mucho que desear, porque no hemos hecho lo que se tenía que hacer”.
Y finalmente, hubo un cuerpo episcopal que no reparó en criticar y denigrar abiertamente al proceso electoral del Poder Judicial emanado de la Constitución Política mexicana. El obispo de Cancún-Chetumal, Pedro Pablo Elizondo Cárdenas, por ejemplo, literalmente calificó de “puro cuento, es una farsa, una falacia” la nueva ley y regulación del Estado. Lo secundó el obispo de Celaya, Víctor Alejandro Aguilar Ledesma, quien consideró que la elección sería “la más mal hecha de la historia”.
Este variopinto mosaico de opiniones impactó de una manera sustancial a la cúpula del episcopado nacional, la Conferencia de obispos mexicanos emitió un comunicado al tercer día de las elecciones judiciales en el que se evidencia la diversidad de premisas: Hay una ‘necesidad de mejora en el sistema de impartición de justicia’, la aprobación de la reforma judicial ‘tuvo evidentes inconsistencias’, el proceso ‘ha producido inquietud y desaliento’, el abstencionismo electoral refleja el desánimo social, los actores políticos tienen responsabilidad de corregir el rumbo, el voto de protesta debe ser respetado por las autoridades, el sistema de justicia cualificado y autónomo es condición precedente para emprender caminos de encuentro, reconciliación y paz “que renueven nuestra esperanza” y, al final, en una especie de guiño de diplomática bienvenida, se pide a ministros, magistrados y jueces “quienes fueron elegidos, asuman con honestidad, profesionalismo, independencia y amor a México”. Como corolario, el Episcopado exhortó al Estado mexicano “a actuar con justicia e integridad”.
Es claro que no sólo los obispos mexicanos muestran criterios disonantes ante el panorama político-judicial; también la mayoría de la población no alcanza a comprender todas las implicaciones que esta reforma constitucional nos ha dejado y tiene muy encontradas opiniones respecto a toda esta situación. Por ello parece no sólo inútil sino ocioso el que una institución cuyos márgenes no están limitados por el Estado se enfrasque en comprender o querer resolver, dentro de los cambios en el centroide político, las facultades de decisión e influencia sobre el Poder Judicial.
El imperativo de la Iglesia católica se encuentra en la formación, educación y colaboración desde el pueblo y sus pastores del sentido más amplio de la justicia y la responsabilidad social; en el servicio pastoral “en medio, delante y detrás de su rebaño” en una escucha activa, un diálogo sincero y un compromiso con los más vulnerables; en compartir la experiencia de la justicia no como una convención humana sino como una exigencia de la Palabra de Dios y de su plan de salvación. Es una pena que, en medio de todo este debate, se haya dejado pasar la oportunidad de denunciar con claridad las estructuras y mecanismos de injusticia más acuciantes (en lugar de embrollarse en lecturas políticas sobre la reforma judicial); o anunciar que el compromiso con la justicia social es un deber de misión liberadora inherente a la dignidad de toda persona humana.
Ha sido el obispo Tlaxcala, Julio César Salcedo Aquino, quien por fortuna descentró la conversación obsesionada en el Estado y destacó la búsqueda que tiene el pueblo y la Iglesia para trabajar por la justicia: “Creo que lo importante es ver la actitud de cómo se buscan caminos para ofrecer justicia a nuestro pueblo… hay que caminar, encontrar, corregir lo que haya estado mal e impulsar nuevos caminos que ayuden a las mismas comunidades”. Más claro, ni el agua.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe