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CIUDAD DE MÉXICO, 26 de diciembre, (Quadratín México).- Cada año que comienza, inicia otro ciclo que representa una nueva vida y con ella se renueva también el deseo de vivir, aunque en el fondo de cada ser, la voz del corazón le dice si ese deseo muchas veces excede a su posibilidad natural de perdurar otros 365 días, principalmente para quienes ya no son muy jóvenes.
El hombre siempre ha huido de todo signo que represente la vejez, porque lo viejo es la muerte. “Encanecer es una cosa muy triste y no hay remedio para ello. Arrancarse la primera (cana), ¿quién no lo hace? Es como tratar de detener el angelus en el reloj, pretendiendo con ello prolongar el día”, escribe José Ingenieros en El Hombre Mediocre.
Pero nadie se vuelve viejo en un instante. Jóvenes o en la fuerza de la edad no pensamos como Buda, que estamos habitados ya por nuestra futura vejez, separada de nosotros por un tiempo tan largo que se confunde a los ojos con la eternidad. Ese futuro lejano parece irreal.
Simonne de Beauvoir advierte en La Vejez: “A los 20, a los 40 años, pensarme vieja es pensarme otra. Hay algo aterrador en toda metamorfosis. De niña me quedaba estupefacta y hasta me angustiaba cuando imaginaba que un día habría de transformarme en persona mayor. Pero el deseo de seguir siendo uno mismo, generalmente queda compensado a esa tierna edad por las ventajas considerables de la condición de adulto, en tanto que la vejez aparece como una desgracia.
“Los animales se consumen, se descarnan, se debilitan, no se metamorfosean. Nosotros sí. Se nos aprieta el corazón cuando al lado de una joven hermosa vemos su reflejo en el espejo de los años futuros: su madre”.
Los indios nambikwaras, relata Levi Strauss, tienen una sola palabra para decir “joven y bello” y otra para decir “viejo feo”.
Confucio justificaba moralmente a la vejez, asimilándola a la posesión de la sabiduría: “A los 15 años me dediqué al estudio de la sabiduría; a los 30 me afirmé a él; a los 40 ya no tenía dudas; a los 60 no había nada en el mundo que pudiera chocarme; a los 70 podía seguir los deseos de mi corazón sin transgredir la ley moral”.
Entre las sociedades modernas, la idea de renovación en cada año naciente se adapta a las circunstancias actuales: cirugías estéticas, otra ropa para lucir más juvenil, un novedoso look, una pareja más joven…
Muchas mitologías suponen que si la naturaleza y la raza humana poseen fuerza para vivir y perpetuarse es porque en cierto momento les ha sido devuelta la juventud. El mundo antiguo se habrá aniquilado en ese momento y habrá surgido uno nuevo.
Los babilonios imaginaban: “(…) un diluvio sumergió a la humanidad, y la Tierra, emergida de las olas, se pobló de nuevo”. El mito se encuentra en la Biblia. En Noé recomienza Adán; en los animales del arca, los del Edén y el arco iris revela la inauguración de la nueva era.
Los pueblos que habitan el contorno del Pacífico creen que como resultado de una falla geológica, la Tierra fue inundada. El clan atribuye su origen a un ser legendario que habría escapado a la catástrofe. Sus tierras, fertilizadas periódicamente por las crecientes del Nilo, sugirieron a los egipcios la idea de una regeneración permanente:
Osiris, dios de la Vegetación, moría todos los años con las cosechas y renacía cuando germinaba el grano, con todo el vigor fresco de la juventud indefinidamente resucitada, según el etnólogo Frazer.
Los ritos antiguos
Entre los babilonios, durante la ceremonia del Año Nuevo, se leía el poema de La Creación. Con los hititas se reactualizaba el combate de la serpiente contra el dios Teshup y la victoria que permitía a este ordenar y gobernar el mundo.
En muchos sitios, el fin del año viejo está marcado por fiestas en las cuales éste es liquidado. Se le quema en efigie. Se apagan unas hogueras y se encienden otras. Se desencadenan orgías que retroatraen al caos primordial.
El emperador de China fijaba un nuevo calendario al ascender al trono: se desmoronaba el orden antiguo, nacía otro.
La idea de regeneración explica en el Japón una de las costumbres del culto sintoísta: los templos sintoístas deben ser reconstruidos periódicamente en su totalidad. Sus muebles y decoración, renovados eternamente. El gran templo del Isé, en particular, el centro mismo de la religión, es reedificado cada veinte años. Desde la primera operación realizada por la emperatriz Jito (686-689) fue rehecho cincuenta y nueve veces, así como el gran puente por el cual se llega a él y a los catorce templos subsidiarios, dice Levi Strauss.
Moldear el presente sobre un pasado intacto
La manifestación natural de vida, desde siempre, es la alegría, ya que conlleva la renovación de propósitos, de desechar lo viejo, porque lo viejo es sinónimo de muerte y nadie piensa en ella.
“La vejez es sólo un sueño. Sentirme vieja es sentirme otra. Yo nunca llegaré…, antes me mataré”, escribió la estrella de cine estadounidense Fran Jeffries en 1982 a la edad de 45 años durante una entrevista concedida a Playboy. Sin embargo, falleció de muerte natural.
Los templos sintoístas manifiestan activamente la relación de consanguinidad que liga al individuo con el mundo entero: reedificar el templo es impedir que el tiempo debilite a ese lugar.
En un plano mítico, las sociedades repetitivas temen el desgaste de la naturaleza y de las instituciones, y se defienden de él. No se trata de que esas sociedades vayan hacia un futuro nuevo sino de conservar intacto, reanimándolo ritualmente sin cesar, un pasado reverenciado sobre el cual se moldea el presente.
Todas las sociedades de todas las razas y de todos los tiempos han luchado siempre para renovarse. El razonamiento es uno: El hombre rechaza lo viejo porque es la antesala de la muerte.
Renovarse cada siete años para no morir
En su obra Suicide in old age (1941), Gruhle asegura que todo individuo debe renovarse cada siete años a partir del día y año en que nació, igual que lo es el periodo menstrual o la gestación del nacimiento de cada ser.
Es un ritmo que cada ser posee, como ocurre con cada elemento de la naturaleza, según La Secuencia, de Fibonacci, una de las progresiones matemáticas más famosas de la historia en la que cada número se obtiene por la suma de los dos anteriores. El matemático Leonardo Fibonacci creó este curso progresivo en el siglo XIII.
Los ciclos de muerte
Cada siete años el hombre pasa forzosamente de un estado de conciencia a otro, a partir del día y año de su nacimiento. La naturaleza le avisa con tiempo a cada individuo cuándo está próximo ese instante para iniciar el cambio para la renovación. El aviso comienza cada nueve meses antes de emprender el nuevo ciclo, cuando los seres humanos vuelven a nacer. Es decir, hay nueve meses para que el hombre o la mujer se preparen con el fin de enfrentar los retos del periodo siguiente que les permitirá asegurar la vida durante otros siete años. Los ciclos de muerte se dan en las siguientes edades:
1.- Seis años y tres meses. 2.- 13 años y tres meses. 3.- 20 años y tres meses. 4.- 27 años y tres meses. 5.- 34 años y tres meses. 6.- 42 años y tres meses. 7.- 48 años y tres meses. 8.- 55 años y tres meses. 9.- 62 años y tres meses. 10.- 69 años y tres meses. 11.- 76 años y tres meses. 12.- 83 años y tres meses 13.- 92 años y tres meses. 14.- 97 años y tres meses. 15.- 104 años y tres meses. 16.- 111 años y tres meses…
Si dentro de esos nueve meses previos al correspondiente año de muerte, el individuo se prepara exitosamente para pasar al siguiente estado de conciencia, habrá asegurado su permanencia durante siete años más. Si no consiguiera renovarse para satisfacer los cambios naturales y muy diferentes que se avecinan para ese nuevo ciclo de siete años, cada una de sus partículas en la proporción espacio-tiempo se colapsará y morirá.
El camino para vivir otros siete años
¿Cómo prepararse para vivir otros siete años? Dentro de esos nueve meses previos a la transición, todo individuo debe mantenerse muy alerta de sus necesidades insatisfechas que debe resolver y dominar. Por ejemplo, si dentro de esos nueve meses previos está por concluir una relación sentimental, el individuo debe recomponer sus nexos en el plano íntimo o comenzar otra. Si padece una enfermedad terminal, el gran paso consistirá en erradicar ese mal e impedir que se prolongue más allá de nueve meses, cuando comienza el siguiente ciclo que le planteará nuevos retos.
Si el individuo en su quehacer diario necesita de alguna actualización en tecnologías, debe hacerlo y culminar su aprendizaje antes de que termine ese periodo de nueve meses para pasar a la siguiente etapa de vida. Fue el secreto para la longevidad de los presocráticos en la antigua Grecia, según Herodoto.
Como ejemplos comunes, podría citarse algún negocio al punto de la quiebra financiera; probablemente se trate de realizar un cambio de residencia; tal vez conseguir otro empleo u diferente actividad laboral.
Los ejemplos son tan vastos como el universo, pero lo importante es enfrentarlos y darles solución para conseguir esa renovación, con el fin de asegurar otra etapa de vida, libre de riesgos que conlleven la posibilidad de morir, según escribe Isabel Álvarez de la Peza en su obra Las muertes de la vida.
En resumen: cada individuo —como un acto de renovación propia— debe ir resolviendo todos sus asuntos pendientes para que los retos no se acumulen con los desafíos que corresponderán al siguiente ciclo de vida que durará otros nueve meses, en los planos psíquico, físico y emocional.
Sin embargo, la finitud es propia de la naturaleza humana y el término de la vida, cada quien la sabrá siete años antes cuando, por innumerables motivos, ya no haya podido resolver los retos para reedificarse y pasar al siguiente ciclo de vida.
QMX/tal/fsf