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El miércoles 17 de agosto de 1960 tocaron por primera vez en el Indra Club. Fue una noche que marcó el inicio de la transformación de la banda
Fue su primera presentación tras llegar desde Liverpool y el inicio de 48 noches seguidas que los catapultaron hacia la profesionalización, convirtiendo esa fecha en una etapa clave dentro de su carrera. Esa tarde, un grupo de jóvenes desconocidos desembarcó en la ciudad alemana de Hamburgo para encender su carrera musical en un modesto local llamado “Indra Club”, ubicado en el número 64 de Große Freiheit, en el barrio bohemio y de vida nocturna de St. Pauli. Por entonces, el Indra operaba como un club de segunda, en plena zona roja
Alberto Carbot
El primer viaje de los Beatles a Hamburgo no tuvo nada de glamuroso. No arribaron en avión ni llegaron en tren de primera clase: llegaron a bordo de una vieja furgoneta cargada con guitarras, amplificadores y maletas improvisadas. El martes 16, Allan Williams, su mánager de entonces, los llevó hasta Harwich, en la costa inglesa, desde donde abordaron un ferry rumbo a Hook of Holland, una localidad costera situada en la desembocadura del río Mosa, hoy integrada a Róterdam.
Estratégica por su puerto y su conexión de ferris hacia Inglaterra, históricamente fue también un punto fortificado durante la Segunda Guerra Mundial, como parte del Muro del Atlántico. A partir de ahí, por carretera, los jóvenes atravesaron Holanda y Alemania Occidental hasta llegar a Hamburgo, el miércoles, horas antes de su debut.
En esa travesía, mientras la furgoneta avanzaba por la Europa de la posguerra, los Beatles —sin proponérselo–, dejarían de ser una banda juvenil de Liverpool para convertirse en un grupo en serio, a punto de consolidarse en los escenarios. Crónicas de la época aseguran que entonces eran apenas unos muchachos mal comidos, con más ilusiones que recursos, durmiendo apretados entre cables y baterías.
Así desembarcaron en la calle Große Freiheit 64, sin saber que esas presentaciones en el Indra Club serían decisivas para su historia.
El contrato con el empresario Bruno Koschmider era tan exigente como formativo: largas jornadas de cuatro o cinco horas diarias y maratones de hasta seis, los fines de semana. El público del Indra, un exlocal de striptease, era complicado: marineros, clientes habituales de la zona y asistentes en busca de diversión. Allí, entre luces de neón y decadencia, la banda dio sus primeras 48 actuaciones consecutivas entre agosto y octubre.
El Indra ya era un veterano de la vida nocturna de Hamburgo cuando los Beatles llegaron. Desde la década de 1950, el local ofrecía espectáculos que mezclaban bailarinas acrobáticas, números de cabaret con estética exótica y la música de la orquesta de Kurt Fischer, un conocido músico local, que animaba a un público en busca de distracción. El striptease formaba parte de la oferta habitual. “La llegada de los Beatles respondió al intento de su propietario por atraer nuevos clientes y renovar el ambiente del lugar”, se lee en la reseña del club.
Como parte de ese intento por mostrar una imagen más profesional, subieron al escenario vistiendo chaquetas de un tono lila. Aquellos sacos habían sido confeccionados en Liverpool por un vecino de Paul McCartney, un sastre de oficio que accedió a prepararles un vestuario digno de músicos que aspiraban a algo más que los pubs de su ciudad natal.
El color llamaba la atención bajo las luces del local, aunque pronto descubrieron que la humedad y el trajín de las largas jornadas en Hamburgo jugaban en su contra: las prendas se arruinaron rápidamente. El episodio tuvo un efecto inesperado en su estilo, pues al poco tiempo cambiaron las chaquetas por la ropa de cuero que terminó por definir su imagen durante la primera etapa en Alemania.
Esa transición, de las chaquetas color lila a la rudeza del cuero negro, fue un reflejo de su metamorfosis: de muchachos con apariencia formal a una banda con actitud desafiante que empezaba a forjar su propia leyenda.
El Indra —bautizado con el nombre del dios hindú del cielo, la lluvia y el trueno; en sánscrito, significa “el poderoso” o “el señor de los dioses”—, fue nombrado así por Koschmider, más por exotismo que por devoción religiosa, buscando darle un aire llamativo a su local.
No era un lugar atractivo: apenas un escenario mínimo y cortinas que absorbían el sonido. Sin embargo, en ese espacio precario, los Beatles desarrollaron la energía escénica que más tarde los distinguiría en todo el mundo.
El barrio de St. Pauli, con su vida nocturna intensa y peligrosa, moldeó al grupo tanto como las propias canciones. Hamburgo los transformó de adolescentes aficionados en músicos profesionales. En esas interminables noches se curtieron Lennon, McCartney, Harrison, Stuart Sutcliffe y Pete Best —el baterista original—, la formación que primero subió al escenario del Indra.
Tras su paso por el Indra, Koschmider los trasladó al Kaiserkeller, en el número 36 de la misma calle, a pocos metros de distancia. El nombre en alemán significa “El sótano del emperador”. El lugar era más grande y concurrido, pero igual de áspero, con marineros y buscadores de distracción llenando la pista; tenía un carácter más grande y ruidoso.
Mientras el Indra era estrecho y limitado, el Kaiserkeller contaba con un escenario amplio y un sótano capaz de recibir a centenares de clientes que buscaban música fuerte y alcohol barato. Allí el bullicio era constante, los decibeles más altos y la exigencia del público mayor.
Para los Beatles, mudarse del Indra al Kaiserkeller no fue sólo un cambio de local: significó someterse a un público más numeroso y feroz, que los obligó a endurecer su repertorio y su presencia en el escenario. El cambio no significó menos rigor: las jornadas seguían siendo maratónicas. En esa corta distancia de una puerta a otra, los Beatles dieron un salto importante: su música empezó a medirse frente a públicos más numerosos y exigentes.
Hoy, el Kaiserkeller aún sigue en pie y en funcionamiento y forma parte del complejo Große Freiheit 36, que incluye salas más grandes y espacios de música en vivo. El local conserva su vocación rockera y alternativa, con conciertos programados y una vida nocturna intensa que lo mantiene como uno de los puntos emblemáticos de St. Pauli. Para los visitantes, se ha convertido en un lugar de peregrinación musical.
Siete días a la semana, hasta altas horas de la madrugada
Hamburgo se convirtió así en un campo de entrenamiento musical extremo que les obligó a afinar su disciplina, fortalecer su repertorio y aprender a mantener encendido un escenario por horas. Se recuerda que tocaban los siete días de la semana, desde las 20:30 hasta la madrugada, “y luego seguían de fiesta o se desplomaban en sus camas en el alojamiento compartido del cine de la esquina”. Fue allí donde empezaron a forjar su identidad mucho antes de que el planeta los conociera como la banda más influyente de la historia del rock.
Stuart Sutcliffe —bajista original del grupo y parte fundamental de esa primera etapa en Hamburgo—, era un joven más apasionado por la pintura que por la música. Su técnica en el bajo era limitada, pero su estilo visual influyó en la estética de la banda. Los acompañó en la primera estancia en 1960 y regresó con ellos a Liverpool tras aquella temporada en el Indra y el Kaiserkeller.
Al año siguiente volvió para una segunda residencia, pero tomó la decisión de quedarse en Hamburgo: había iniciado una relación con la fotógrafa Astrid Kirchherr —quien los retrató e incentivó a utilizar el icónico flequillo que sugirió a Stuart y luego adoptaron Lennon y McCartney—, y quería dedicarse de lleno a la pintura. Se inscribió en la Escuela Superior de Bellas Artes de Hamburgo y dejó su bajo Hofner en manos de Paul McCartney. Permaneció en la ciudad hasta su muerte prematura, el 10 de abril de 1962, víctima de una hemorragia cerebral, con apenas 21 años.
El baterista Pete Best permaneció en la banda hasta el 16 de agosto de 1962, cuando fue despedido abruptamente por decisión de Brian Epstein, en acuerdo con Lennon, McCartney y Harrison. Las razones nunca fueron únicas: su estilo de batería se consideraba limitado, George Martin había sugerido usar un músico de sesión en estudio y, además, existían tensiones personales; Best parecía distante y poco integrado.
Dos días más tarde, el 18 de agosto de 1962, se incorporó Ringo Starr —baterista de Rory Storm and the Hurricanes, un conjunto popular en Liverpool y Hamburgo—, quien ya había coincidido con los Beatles en escenarios alemanes y era visto como un músico sólido, con mayor presencia escénica. Su llegada completó la formación definitiva que el mundo conocería poco después.
La transformación del Indra de 1960 a 2025: dos imágenes de un mismo lugar
En 1960, el Indra era un tugurio, con cortinas pesadas que amortiguaban el sonido y un escenario improvisado que apenas levantaba a los músicos unos centímetros. La presencia constante de marineros y clientes en busca de diversión le daba un aire turbio, más cercano a un antro de segunda que a una sala de conciertos. Allí, entre olor a cerveza rancia y luces mínimas, los Beatles aprendieron a sobrevivir frente a un público difícil, tocando hasta seis horas seguidas como si fuera una prueba de resistencia.
Hoy, arquitectónicamente, el club —que asegura que tres de las grabaciones publicadas en la Antología de los Beatles se grabaron aquí—, conserva todavía su aire de local modesto, más cercano a un bar de barrio que a una sala de conciertos.
Su fachada es de ladrillo rojizo, propia de los edificios residenciales de Hamburgo, con un par de ventanas altas en la parte superior que lo integran al entorno de la Große Freiheit. El acceso rompe esa uniformidad: un frente pintado de rojo intenso con el viejo letrero ovalado de metal que dice “Indra”, colocado sobre una reja negra que resguarda la entrada principal. A los costados, ventanales enmarcados con carteles y calcomanías anuncian presentaciones actuales. La sencillez del inmueble y el contraste de colores hacen que no sea un edificio monumental, sino un espacio que se funde con el entorno urbano y conserva, casi intacta, su modestia original.
En el interior, la transformación respecto a los años sesenta es evidente. Cuando los Beatles tocaron allí, funcionaba como un club nocturno de segunda categoría, con poco espacio y un ambiente cargado de humo. Hoy, aunque sigue siendo íntimo y sin lujos, se ha adaptado para la música en vivo: el escenario está mejor definido, el sonido ha mejorado y las paredes decoradas con memorabilia y posters lo convierten en un sitio que honra su historia.
Por su parte, la La Große Freiheit es una calle corta y explosiva, un tramo de apenas unas cuadras que concentra siglos de libertades y excesos. El nombre significa Gran Libertad y proviene del siglo XVII, cuando allí se permitieron oficios, religiones y prácticas que en la ciudad de Hamburgo eran perseguidas. Esa licencia histórica quedó impresa: aún hoy es un corredor donde conviven lo sagrado y lo profano; por ejemplo, una iglesia barroca plantada frente a una hilera interminable de cabarets, bares y clubes nocturnos.
En los años sesenta, cuando los Beatles llegaron al Indra, la calle era una mezcla de humo, alcohol barato y cuerpos iluminados por luces rojas. Era la arteria que daba paso a la zona más brava de St. Pauli: marineros que bajaban de los barcos buscando mujeres, música o una botella; oportunistas que sabían hacer negocio en cada esquina; turistas que perseguían la leyenda de una ciudad del pecado que nunca cerraba los ojos. En ese mismo corredor estaban el Indra, el Kaiserkeller y, poco después, el mítico Star-Club, en Große Freiheit 39, que se convirtió en el escenario más célebre de Hamburgo.
Allí tocaron los Beatles en repetidas ocasiones y también desfilaron figuras como Jimi Hendrix y Little Richard. Cerró en 1969 y, tras un incendio en 1987, el edificio fue demolido. Hoy, únicamente una placa recuerda el sitio donde alguna vez latió uno de los templos del rock más influyente de Europa. Tres puertas distintas, una misma iniciación para quienes buscaban en la música un oficio.
Hoy, la Große Freiheit conserva esa doble cara. Los neones siguen encendidos, los cabarets siguen activos y los clubes de música aún laten, pero a su alrededor se desplaza un turismo que la recorre como quien pisa un museo vivo del exceso. Sus adoquines siguen contando las mismas historias: la de una calle que fue escuela de resistencia, escenario de peligros, pero también semillero de la cultura rock que el mundo adoptó como mito.
Sesenta y cinco años después, a quienes reconocemos la huella del Cuarteto de Liverpool en la música universal, nos resulta imposible olvidar que el Indra ya no es aquel bar oscuro y maloliente donde los Beatles se consumieron durante interminables jornadas frente a marineros y parroquianos errantes. Hoy queda un club pequeño, sostenido por la memoria de lo que allí ocurrió. Y es precisamente en ese contraste, entre la precariedad de sus comienzos y la grandeza que alcanzaron, donde Hamburgo se revela como el punto de partida inevitable para entender la historia de la banda más famosa del mundo.