Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Apuntes de un país bárbaro
Comentar y tratar de explicar la escalada de la violencia en México en una coyuntura compleja y en un entorno de indignación por el asesinato a mansalva de periodistas en varias regiones del territorio nacional, siempre resulta difícil por las implicaciones que genera un estado anímico social altamente exacerbado que distorsiona el diagnóstico.
Hace casi un año los asesinatos de los alcaldes de San Juan Chamula, Chiapas, Domingo López González y de Pungarabato, Guerrero, Ambrosio Soto Duarte, abofeteaban al país, y nos recordaba la vulnerabilidad institucional que vive la República y la violencia que ha deteriorado la vida social de muchas zonas del territorio nacional.
Hoy estamos en un nuevo episodio que por su alto impacto tiene al país en una crisis que seguramente tratarán de aprovechar los partidos políticos para su beneficio en las votaciones del próximo 4 de junio en tres entidades federativas. Una de ellas (Estado de México) la más poblada del país.
Más allá de las “explicaciones” oficiales y no oficiales, el origen de la actual escalada de la violencia se dispara sobre todo a partir del año 2007, cuando el segundo gobierno federal panista que encabezaba Felipe Calderón, decide aumentar sensiblemente los recursos para combatir el narcotráfico, provocando “daños colaterales” que significaron miles de muertes y desapariciones, según los relatores oficiales y oficiosos.
Porqué recuperar la memoria del fenómeno de la violencia en México que progresivamente se ha instalado en nuestra vida cotidiana, pues por la simple razón de explicarnos qué no ha hecho el Estado mexicano para frenar, por lo menos, la escalada sangrienta de la última década, que ha deteriorado seriamente la vida social e institucional de buena parte del país.
La confrontación entre los cárteles del narcotráfico y del crimen organizado con el Estado mexicano han llevado a una irrupción sangrienta que ha lastimado dramáticamente al desarrollo de amplias regiones del país y ha puesto en riesgo la seguridad de millones de ciudadanos y en muchos casos, la desaparición de las autoridades civiles de muchos municipios.
La historia e investigaciones sociales nos advierten que México no es el primero, el único ni el más violento de los países que han atravesado procesos similares en la región latinoamericana. Países con problemas paralelos de narcotráfico, organizaciones criminales y pandillas como Colombia, El Salvador y Guatemala, han tenido tasas de homicidios muy superiores al nuestro.
Esto últimas consideraciones no forman parte de ninguna “narrativa” oficial o tienen la pretención de eximir de responsabilidades a los gobiernos mexicanos recientes que han hecho muy poco por revertir una herencia histórica violenta, el debilitamiento institucional del Estado Nacional por una serie de decisiones y programas desacertados, que han incrementado sensiblemente los niveles de marginación, pobreza y exclusión social.
Esta visión antropológica o sociológica de la violencia se confrontan con otras concepciones como aquella que señala que la violencia la genera el Estado a través de sus fuerzas de seguridad. Es decir, que a pesar de tener el monopolio de la utilización de la violencia legítima, las policías y las fuerzas armadas suelen excederse en el uso de la violencia. Esta percepción de abusos en el empleo de la fuerza lleva a sus críticos a revisar la legislación, los informes y datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y a construir un «índice de letalidad» que permita dimensionar la magnitud y la tendencia en el uso excesivo de la violencia estatal.
Esto último forma parte de la discusión y el debate sobre la legislación de seguridad nacional que contempla la participación de las fuerzas armadas en actividades de seguridad pública.
El creciente mercado interno de drogas, de extorsión, de robos y secuestros creó una industria del delito que recluta a jóvenes con escasas espectativas de movilidad social en el mercado de trabajo, y que sostiene una lucha descarnada y sin límites por las ganancias.
Empero, muchas de las víctimas de la violencia en México no tienen necesariamente una relación directa con la lucha por las plazas o las rutas de las drogas, sino que resultan de la enorme proliferación de armas, de la ausencia del Estado y de la disponibilidad de grupos profesionales de sicarios y bandoleros especializados en el crimen.
La debilidad institucional y un tejido social con graves deudas históricas no saldadas, como son la miseria y la desigualdad, que los gobiernos priistas llamaban “justicia social”, además de un pasado violento, de un México Bárbaro y del creciente negocio de la industria del delito fueron desnudando a un país que no había solucionado sus conflictos y tensiones sociales por los gobiernos posrevolucionarios.
Finalmente, la alternancia política surgida desde inicios del siglo XXI no ha ofrecido una respuesta diferente a las demandas sociales y el descontento y la descomposición social de las recurrentes crisis económicas, la ausencia de las expectativas para la nueva generación, ha provocado el recrudecimiento del fenómeno de la violencia y la proliferación de los grupos del crimen organizado, que han infiltrado los cuerpos de seguridad pública y la evidente incapacidad del aparato judicial para castigar la corrupción que ha creado un caldo de cultivo para el descontento que seguramente se recrudecerá en los procesos políticos del 2018.