
Libros de ayer y hoy
“Ojalá volvamos a un Papa de texto y libro”, me confesó un funcionario vaticano durante el último cónclave. Una periodista radicada en Roma por más de dos décadas coincidía: “Ya no queremos tantas sorpresas”. Ambos disfrazaban así su crítica a un pontificado cuyos signos no sólo fueron la reforma y la revolución sino también, hay que decirlo, cierto voluntarismo en un estilo de gobierno cuya humorada constituía el ‘ad libitum’ de no pocas decisiones.
Para el funcionario institucional y el periodista que cubre la fuente, nada mejor que ceñirse al guión, que nada ni nadie se salga de lo preestablecido. La disciplina comunicativa simplifica el trabajo, anticipa crisis, reduce la necesidad de discernimiento y proyecta control. Aunque también, por otro lado, termina constriñendo la capacidad creativa y las cualidades reactivas ante un ambiente radicalmente cambiante.
Son muchas las instituciones que priorizan evitar sorpresas, operando siempre dentro del manual. Ningún consultor les aconsejaría lo contrario. Pero la hiperregulación conlleva riesgos: el exceso de retórica vacía y los lugares comunes pueden trivializar sus mensajes ante audiencias no cautivas. Peor aún, abren grietas para que operadores hábiles distorsionen la realidad, aprovechando el apego institucional a los protocolos.
De hecho, no es raro encontrar casos donde agentes internos revierten decisiones superiores, sabiendo que a la institución le costaría desmentirlos. Las organizaciones más orgullosas de sus rituales y tradiciones suelen ser las más vulnerables a la simulación, el ocultamiento o el usufructo privado de bienes colectivos.
Estas entidades, satisfechas con sus mecanismos de control, rechazan por sistema la audacia comunicativa. Prefieren el lugar común —aunque repitan fórmulas gastadas— antes que arriesgarse a innovar. Así, sus mensajes pierden frescura y relevancia, volviéndose banales en medio de los debates sociales.
Un periodista me dijo alguna vez: “Quien comparó ojos con estrellas y dientes con perlas fue un genio; quien lo repitió, un necio”. Lamentablemente, muchas instituciones eligen la seguridad de lo trillado. Al repetir las fórmulas exitosas o correctas, no hay espacio para el error, pero tampoco para ninguna audacia. Pero aquí cabe un matiz: no bastan sólo las palabras originales sino las que, con autenticidad, conservan el sentido de lo que se quiere expresar.
La Iglesia católica vive hoy este dilema. Tras el pontificado de Francisco —con su lenguaje y gestos disruptivos que interpelaron al mundo—, el desafío de León XIV es seguir la audacia comunicativa (“nueva en su ardor, nueva en su lenguaje”) al tiempo de conservar la autenticidad de un contenido cuyo depósito doctrinal es bimilenario. La tentación de refugiarse en “el texto y el libro” no es más que el canto de sirenas de quienes buscan control… y quizás beneficiarse de él.
Director de VCNoticias.com @monroyfelipe