Vinculan a proceso a ex funcionarios del SAT por presunto fraude
CIUDAD DE MÉXICO, 16 de diciembre de 2020.- Estoy en la alcaldía de Iztapalapa, en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente. Soy el periodista Héctor Valdez y desde el primero de diciembre, estoy privado de la libertad por un delito fabricado porque no tienen pruebas, pero sí una mano poderosa que mece la cuna desde Quintana Roo.
Buscan destruirme profesional y anímicamente, pero soy un periodista con una trayectoria limpia de 40 años y quiero que sepan que tengo la conciencia limpia y me encuentro satisfecho con mi vida y mi trayectoria.
Nunca, pese a este encierro, me he planteado darme por vencido o dejar de denunciar actos de corrupción y abusos de poder. Al caer en el sistema penitenciario de la Ciudad de México he decidido ventilar las condiciones infrahumanas que privan en el sistema carcelario en tiempos de la 4T.
Una cuarta transformación, que en este páramo de justicia no se observa por algún lado. La cárcel hiede en todos sus rincones, pero la pestilencia debe ser mayor desde las oficinas directivas, donde opera un funcional y cotidiano sistema de microextorsión en contra de la población carcelaria.
Somos unos nueve mil internos, tan solo en este penal, que no es el más grande de 10 reclusorios que existen en la CDMX. En todos, me aseguran, los caneros –reclusos con varias estancias– la situación es la misma o incluso mucho peor.
Ingresé una noche de frente frío, con alerta de bajas temperaturas, luego de una detención inesperada y una audiencia oral atropellada, que no permitió dar aviso para que participarán mis abogados.
Mi entrada a la cárcel, como la de la mayoría, me hizo sentir el frío más atroz, pues como única vestimenta, al despojarme de mi ropa de calle, se me entregaron harapos sucios. Una bermuda hecha jirones, en color amarillo parecido al beige, que es el color de todos los reclusos, y una camisola en las mismas condiciones, ropa con la que durante cuatro noches dormí en un piso húmedo de concreto, tiritando y deseando el sol lejano de la mañana siguiente, añorando el sol del Caribe. Cuatro días de frío absolutamente intenso.
“Tienes dinero tío; acá la vida cuesta una feria”, fue la primera pregunta e interacción que tuve en este penal; quién me dirigió ese helado y ominoso cuestionamiento fue uno de los 18 compañeros con los que he compartido el encierro en los últimos 15 días.
El dormitorio, uno: un vetusto y envejecido edificio de dos plantas, en el que es imposible averiguar cuándo tuvo lugar algún mantenimiento, es la morada obligada de casi 500 personas, casi todas hacinadas en la planta baja, en 24 celdas compartidas, a las que pomposamente se les llama estancias.
Cada estancia mide no más de cuatro por cinco metros, que significan apenas 20 metros cuadrados, en ellas conviven en tiempos de Covid 19, una media de 20 personas.
Hay estancias — me aseguran–, que pueden llegar a 25 metros. Una letrina y los restos de un lavabo, en la mía. La letrina ha estado tapada en los primeros 10 días. No hay agua corriente en las celdas, y la que llega a este penal, que hay que acarrear, cada mañana desde unos 150 metros, es agua tratada, de una planta de tratamiento de aguas negras, que se encuentra a unos cuantos kilómetros de aquí.
Su color, turbio amarillento, lo delata y su procedencia es confirmada incluso por celadores. Esa agua reciclada de albañales es la que se usa en la cárcel, para casi todo: lavar trastes, casi todos plásticos de desecho, bañarse, lavar ropa, descargar la letrina… Solamente el agua de beber es lo que se proporciona y de manera restringida.
Según las normativas sanitarias, ese líquido mencionado, que se usa para casi todo, solo es apto para el riego de jardineras; pero en este sitio, olvidado por todos, entre ellos las instancias de derechos humanos, no parece importarle a alguien.
Un largo y estrecho pasillo, siempre lleno de agua sucia, es el camino obligado para recoger el rancho, como se le llama a las porciones alimenticias, siempre pródigas en grandes trozos de papa, casi siempre cruda.
Y a veces algo de jamón insípido, en un caldo al que es imposible tomarle sabor. En tales condiciones, la gente podría enloquecer en pocos días. Permitir caminar unas horas en un patio asoleado de concreto debería ser parte de los derechos inalienables de cualquier prisionero, en una cárcel preventiva, en la que conviven todo tipo de delincuentes e inocentes, como yo, pero aquí, aquí eso no es así y, según me dicen, tampoco en las otras cárceles de la ciudad.
La salida al patio es condicionada a que en cada estancia, los integrantes de la misma cooperen para reunir 150 pesos diarios, que es el costo de mantener el derecho diario a estirar las piernas.
Ese dinero, unos 3,600 pesos en conjunto por el pago del dormitorio uno, es el que se embolsa el custodio responsable del turno diariamente. Pero ni de lejos representa la última ganancia de estos funcionarios en un gobierno que presume de haber desterrado la corrupción y los abusos.
(Continuará…)
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