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Todo comenzó el amanecer del lunes 19 de noviembre de 1984, con una fuga en un ducto de gas, un problema aparentemente menor que rápidamente se convirtió en una catástrofe
Desde la ventana de nuestro departamento, en el cuarto piso de la Unidad Maravillas, la madrugada avanzaba con esa calma espesa que precede al amanecer. Era el 19 de noviembre de 1984, y nada parecía fuera de lo común. Sin embargo, alrededor de las seis menos diez, un estruendo rompió el aire. Al principio pensamos que era la explosión de algún transformador eléctrico o un trueno, pero no llovía. Entonces llegó un segundo estallido, tan potente como el primero, que hizo vibrar las ventanas con tal fuerza que temí que el cristal se rompiera, y después un tercero. Todo el edificio pareció vibrar como si algo invisible lo sacudiera.
Corrí hacia la ventana, y lo que vi me dejó sin aliento. A la distancia, desde las proximidades del Cerro del Chiquihuite surgía un resplandor naranja y rojo, furioso, que ascendía desde el horizonte como el preludio de una erupción volcánica. Eso fue lo primero que se me vino a la mente. Pero no era así. La larga estela de humo surgía de San Juan Ixhuatepec, un poblado que yo conocía de nombre, pero no de cercanía, y que desde ese mismo instante se había convertido en el epicentro de un descomunal desastre. A unos diez kilómetros de distancia, desde Poniente 152 y avenida Ceylán, en Vallejo —entonces una moderna unidad del Fovissste que podía haber rivalizado con los grandes complejos habitacionales del primer mundo—, el humo emergía hacia el cielo y el resplandor abrasador de las llamas se alzaba desafiando el amanecer, cuyos primeros tonos apenas comenzaban a asomarse tímidamente en el horizonte. Las llamas alcanzaban alturas increíbles, que hubieran superado dos o tres veces la Torre Latinoamericana. La madrugada, que minutos antes parecía tranquila, ahora era un espectáculo de humo y fuego.
El humo negro, espeso, se elevaba con una fuerza que parecía no tener límites ni clemencia. Más tarde nos enteraríamos de que había alcanzado más de kilómetro y medio de altura. Desde donde estábamos, podíamos verlo expandirse como una sombra que lentamente avanzaba por el cielo, impulsada por el viento. San Juanico, como lo llamaban, era ahora un infierno en la Tierra. A esa hora, ese lunes 19 de noviembre de 1984, no sabíamos exactamente qué había sucedido, pero el brillo de las llamas y la intensidad de los estallidos contaban una historia que nadie quería escuchar y que fue ratificada minutos después por las estaciones de radio y televisión, que casi al unísono iniciaron sus transmisiones desde lugares seguros, próximos al Cerro del Chiquihuite.
En la unidad habitacional, a través del pestillo de la puerta y desde las ventanas que daban hacia la entrada del edificio, vimos cómo algunos vecinos comenzaron a salir a los pasillos, unos todavía a medio vestir, muchos más en pijama, con las caras aún adormiladas por el sobresalto. Desde mi ubicación, auxiliado con una lente telefoto, logré tomar algunas imágenes. A la distancia, la tragedia parecía lejana, pero su impacto emocional fue inmediato. Tal vez podíamos sentir el calor del fuego sólo con imaginarlo, y los estruendos seguían resonando en nuestras cabezas como un eco imposible de acallar.
San Juan Ixhuatepec, lo supe más tarde, había sido un lugar dedicado a la ganadería y la agricultura, pero en 1961 su destino cambió cuando Petróleos Mexicanos instaló allí un depósito de gas, inicialmente distante de cualquier asentamiento, pero al paso del tiempo, estos espacios fueron ocupados por invasores, que erigieron asentamientos irregulares, tolerados por autoridades y funcionarios. Veintitrés años después, esa decisión cobró un precio inimaginable. Todo comenzó con una fuga en un ducto de gas de pocos centímetros de diámetro, un problema aparentemente menor que, no obstante, por la presión, rápidamente se convirtió en una catástrofe. Las esferas de almacenamiento, conocidas como “salchichas,” explotaron una tras otra, desatando una serie de explosiones que cimbraron no sólo la localidad, sino la memoria colectiva del país.
Las primeras víctimas, según supimos después, fueron mujeres que habían madrugado para hacer fila en las lecherías y tortillerías. No tuvieron oportunidad de huir. Sus cuerpos quedaron calcinados en el acto, víctimas de un accidente que no sólo era trágico, sino profundamente evitable. En las viviendas cercanas al área de almacenamiento, la devastación había sido absoluta, de espanto; en las calles animales de carga y transporte, entre ellos caballos y asnos, permanecían petrificados por el fuego, como esculturas trágicas que daban testimonio del horror. Los vehículos estaban reducidos a chatarra retorcida, y las casas, muchas de ellas construidas de manera irregular, de madera y láminas, eran ahora escombros dispersos.
La magnitud de las explosiones fue tal que incluso los sismógrafos registraron su impacto. Desde varios puntos de la Ciudad de México, muchos pudieron ver el humo y los más próximos, las llamas. Era un recordatorio de lo pequeño que somos frente a fuerzas que no siempre entendemos o podemos confrontar.
El incendio, que comenzó poco antes de las seis de la mañana, no fue controlado hasta bien entrada la tarde. Bomberos de varias localidades, voluntarios y ciudadanos arriesgaron sus vidas en un intento desesperado por contener el desastre. Pero las cifras oficiales después hablaban por sí solas: entre 400 y 500 muertos, más de 3 mil 500 heridos, y decenas de miles de desplazados. Sin embargo, los números no podían capturar la verdadera magnitud del dolor del momento. Las familias que lo perdieron todo, las vidas truncadas, los recuerdos consumidos por las llamas. Todo eso quedó fuera de los reportes.
Esa madrugada, que comenzó con explosiones y terminó con cenizas, marcó para siempre a San Juan Ixhuatepec. Años después, en los años 90, hubo otros incendios relevantes en la zona, pero ninguno alcanzó la magnitud de lo ocurrido en 1984.
Hoy, a 40 años, recuerdo cómo desde la ventana de nuestro departamento, observamos el inicio de una tragedia que todavía resuena en la memoria de quienes la vivimos, incluso a la distancia. El fuego, que se alzó como un monstruo al amanecer del lunes 19 de noviembre, no sólo consumió un poblado, como dieron constancia las imágenes de los principales diarios y los videos de las televisoras, también dejó en todos nosotros la certeza de que desgraciadamente el descomedimiento oficial y la negligencia de la gente, pueden llegar a convertirse en enemigos tan peligrosos como el fuego mismo.