Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
A pesar de las insuficiencias y ausencias de gobierno, como nunca, el presidente es omnipresente. El recurso de la mañanera no le da para conducir la agenda, sí para estar presente; y con el generoso apoyo de los medios de comunicación su imagen y mensaje llena espacios de la política y de la cotidianeidad de los mexicanos. No habla para informar y sino para decir lo que la gente quiere escuchar, en forma y contenido. El lenguaje político ha cambiado y, en buena parte, es mérito de López Obrador, más para mal que para bien.
Él, en su imaginario ha transitado de transformador a revolucionario, esto es, a un cambio radical y profundo, el inicio de una nueva época. Que lo diga es problema, que lo crea es peor. Para muchos mexicanos ha cambiado su referente presidencial, pero en el día a día las cosas están iguales o peores, especialmente en los territorios donde el crimen se impone. La corrupción igual que siempre. La pobreza, también. Nuevo es el deterioro de los servicios educativos y de salud. No falta quien compre, gracias a la omnipresencia presidencial, la tesis de que todo es culpa del pasado y del trinche modelo neoliberal. Los beneficios sociales monetarios reconfortan, pero no resuelven.
Predecible es el futuro, sin espacios para sorpresas, como López Obrador. Con el camino minado, pero no importa, él está determinado a continuar con su anhelo, ahora revolucionario, de dejar atrás al pasado, aunque las peores prácticas se hayan reproducido y dominen la política, también que los muy ricos continúen en el privilegio, siempre y cuando paguen su cuota de sometimiento.
El trayecto está minado por los errores propios y la circunstancia. Por ejemplo, difícil debe resultarle testimoniar haber sido engañado por el arquitecto Rogelio Jiménez Pons y las empresas privilegiadas con la obra del Tren Maya. Javier May, quien hace lo que puede, debió estar desde el inicio para desempeñarse como eficaz y confiable operador, conteniendo tanto la avaricia de proveedores y contratistas, como las resistencias interesadas y genuinas, en lugar del arquitecto narrador de cuentos y tejedor de complicidades -algunas muy próximas al presidente-, que explican mandarlo a una importante responsabilidad, en vez de a su casa o a la cárcel.
El primero que le demandará ceder espacio será quién él designe como sucesora o sucesor. Salinas no entendió y ocurrió la tragedia. Más difícil será para López Obrador aceptar que quien venga asuma una postura diferente a sus creencias y fijaciones. Inevitablemente, al decidir la sucesión habrá perdedores, sin eludir, una posible fractura.
Los modos del presidente son irrepetibles, como inevitable agotamiento de los mismos modos y formas, porque su sostén es el abuso comunicacional. Su discreción por sí misma generaría vacíos difíciles de colmar, especialmente cuando haya nuevo gobierno: gane quien gane.
La actualidad que vivimos es irrepetible. Los niveles de degradación de la política, de la ética del servicio público y de la misma palabra sólo pueden venir de una personalidad como la de López Obrador. Los problemas crecen en todos los frentes, incluso el descontento con el gobierno, pero no tanto con él, porque no gobierna, sino que se consuma en el activismo político cortejando al respetable, y en una permanente confrontación con todos. Un estilo de gobernar que hace del pleito y el insulto sus condiciones de existencia y, en cierto modo, de eficacia por el temor que imprime.
El tamaño del vacío que dejará López Obrador va a depender en buena parte de la determinación del sucesor o sucesora de poner al descubierto la inmediata realidad. Algo podría darse en los últimos meses del gobierno, como con todos los presidentes abusivos. Es el momento de mayor debilidad. Muchos, incluso algunos aduladores, dan la espalda y, desde el resentimiento, manifiestan públicamente sus pensamientos y sentimientos de siempre.