Eliminar autónomos, un autoengaño/Bryan LeBarón
En el escenario de un gobierno que se presume de izquierda, la primera reacción que se espera es la defensa de los trabajadores y de sus fuentes de trabajo como base de movilización del resto de la sociedad en la construcción del cambio prometido.
La crisis del coronavirus puso en evidencia su incapacidad para reconformar las redes laborales existentes y de aprovechar que los liderazgos tradicionales perdieron su capacidad de reacción gremial para atender a sus agremiados, a fin de no perder los privilegios que durante años los han mantenidos atados a los grupos de poder.
No se escucha ninguna voz del movimiento obrero mexicano o algún movimiento laboral que proponga medidas específicas para cada rama productiva en las que, dada la magnitud de los problemas socioeconómicos, defienda el trabajo y los salarios o que incite a compartir sacrificios con las empresas y el gobierno.
Al contrario, el sospechoso silencio y la inacción de las organizaciones laborales tiende a ser directamente proporcional al pasmo de las autoridades ante las 347 mil plazas que se perdieron entre el 13 de marzo y el 7 de abril, más las que se acumularán como consecuencia de la suspensión de actividades económicas para contener los efectos de la pandemia.
En la compleja relación capital-trabajo sorprende que los empresarios, en defensa de las fuentes de empleo se adelantaran a pedir condonaciones fiscales o financiamientos blandos para conservar las plantas productivas, mientras que las organizaciones laborales se han dedicado a dejar pasar y dejar hacer, incluso en perjuicio del valor de la mano de obra que ha aceptado reducir su salario para evitar la desocupación.
Los representantes de los trabajadores han sido invisibles, incluso mucho antes de que estallara la crisis del COVID-19.
En una encuesta levantada por el Centro de Estudios de la Opinión Pública de la Cámara de Diputados, se alertó a los legisladores que del 45 por ciento de las personas que disponían de empleo al menos un miembro en su hogar había perdido su fuente de ingresos debido a la falta de crecimiento económico registrado en 2019 y que se debilitaban los mecanismos de defensa laboral.
Hacia adelante, y a la luz del deterioro por la cuarentena sanitaria y económica, no es temerario decir que la desocupación se multiplicará en los meses venideros y que podría afectar a más de un millón de personas en todo el territorio nacional, si consideramos la experiencia de 2009 con la epidemia del H1N1.
Si la sospecha del daño socioeconómico resulta especialmente abrumadora para lo que representa el sector privado en materia de empleo, también lo es para el sector público en donde prevalece el temor a los “recortes” salarial y de personal por la austeridad republicana y al decaimiento de los recursos presupuestales, además de que este clima de inseguridad restringe su derecho a la libertad laboral, mientras sus dirigentes sindicales también son omisos de su responsabilidad como defensores de los trabajadores.
Extendamos la indefensión hacia los migrantes, las trabajadoras del hogar, de los temporales, los independientes y de aquellos que laboran en la economía informal que, por su condición, carecen de representatividad y constituyen más del 60 por ciento de la mano de obra, además de que aportan más de un tercio del PIB. Por si fuera poco, son presa fácil de manipulación política.
La precarización del empleo está a la vista y nadie sabe en dónde están los representantes laborales que deberían salir a defender a los trabajadores.
Hace una semanas el senador Napoleón Gómez Urrutia, líder del poderoso sindicato minero y promotor de una central obrera que se quiere para apoyar al gobierno en condiciones similares a lo que fue la CTM, operaba para convertirse en el principal redentor de los trabajadores mexicanos bajo el manto del outsourcing, con lo que pretendía apoderarse de una clientela del orden de 3.3 millones de empleados registrados en el IMSS, pero hoy permanece silencioso y atento a las decisiones del presidente de la república.
Idéntica situación es la del resto de los dirigentes de las grandes organizaciones sindicales con participación en el Congreso mexicano en donde el PRI es el partido con más líderes sindicales en el Legislativo, seguido del PRD y del gobernante Morena que, además de Gómez Urrutia, cuenta con 18 diputados del SNTE y otros 15 de la CNTE, por dar un botón de muestra.
En el país hay 20.5 millones de trabajadores formales y existen 3 mil 262 organizaciones sindicales, según el registro de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS).
De ese universo, más de 5 millones de personas son integrantes de alguno de los sindicatos del sector privado y alrededor de 3 millones son sindicalistas del sector público, mientras que el resto de la población no pertenece a ninguna organización. De ahí hay que sumar a 30 millones de personas en la informalidad y que son “carne de cañón” laboral.
La dirigencia laboral se ha convertido en una casta sindical que se ha desarrollado en una estructura de corrupción vinculada a todas las formas de la política.
En esa dinámica se ha ido desacreditando entre los trabajadores y perdió su prestigio ante la ciudadanía. Es tal su ceguera social que ante la crisis han preferido el silencio que no compromete y el cobijo de la inacción pública que siempre se repudia.
@lusacevedop