Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Despidamos de octubre y su luna
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Aprovechamos una crónica del embajador emérito en retiro don Leandro Arellano para despedirnos de la luna de octubre.
Entrar al mes de los muertos y el ocio de Londres con incomparable relato de un diplomático de carrera. No como los de ahora. Que los hacen a la carrera.
Dice mucho de una nación –y de cada individuo- la manera como
emplea su tiempo libre, su ocio. En la Grecia antigua representaba un
espacio para el estudio de la filosofía y ensayos y prácticas de la conducta.
Reflexionar, conversar y hacer deporte eran pasatiempos dilectos de los griegos. Realizar actividades recreativas, socializar y divertirse eran los usos principales del ocio en la Roma imperial.
“El tiempo libre de una persona”, es como define el Diccionario de la Real Academia al ocio. Es el tiempo que cada quien usa a discreción. Así las opciones son incontables y cada quien decide la suya. Siempre que va acompañado de estudio y trabajo es garantía de aprendizaje y crecimiento.
“El ocio engendra la filosofía y las letras, estimula el ánimo, fertiliza el trato humano en la charla franca y abierta, civiliza”, escribió Alfonso Reyes (XXII-727), uno de los escritores que se han ocupado del tema en México.
Inglaterra es uno de los países donde mejor se aprovecha el ocio. La imaginación y el interés por ocupar el tiempo libre son cualidades naturales de esa nación discreta, como la llamaba Cervantes. Los ingleses han sido creadores de una variedad de juegos, deportes y pasatiempos, algunos de los cuales forman ya parte del patrimonio de la humanidad.
No abundan metrópolis –vayamos acoto territorio- con la riqueza y variedad de recreos y entretenimientos como los que reúne Londres: pubs, museos, teatros, salas de conciertos y conferencias, arenas y estadios, librerías, cafeterías y otros más.
Acudir al pub es un pasatiempo gustoso y constante entre los ingleses. Es un espacio de convivencia recurrente cuando ha acabado la jornada laboral.
Un como sitio elevado a la categoría de institución social, arraigada en los hábitos citadinos. Posee un alto aprecio y reconocimiento entre la población.
Y es, a fin de cuentas, un espacio de libertad y relajamiento físico y espiritual.
Podría definirse como una taberna con ciertas peculiaridades. No es bar ni restaurant, pero posee todas las características, bien que Samuel Pepys lo definía sencillamente como lugar para beber. Su antigüedad es secular, se asegura que data de la Edad Media. En su larga existencia ha ocupado un sitio privilegiado -y el más común- del extenso terreno donde los londinenses invierten su ocio, donde conviven y conversan.
Conversar–escuchamos decir a Montaigne- es el más natural ejercicio del espíritu.
Congrega a hombres y mujeres de toda clase social a beber –sobre todo- cerveza, y de preferencia por la tarde, al volver del trabajo. Algunos pubs preparan ciertos platillos, pero la concurrencia acude allí no tanto a comer.
Entre los griegos, reunirse para beber era el significado original de simposio.
Como una experiencia transformadora, la juzgará el forastero que visita un pub por primera vez. Hay miles en Londres. Los recordamos más bien discretos y ordenados. Ninguno escapa al intenso olor a cerveza. Llevan nombres formales en general, y una multitud el de The Prince of Wales (El príncipe de Gales).
Beben cerveza de barril -sobre todo-, no fría sino tibia, servida en vasos enormes llamados Pints, pintas. Beben con fervor, ellas y ellos. Algunos se embriagan, pero la mayoría sólo se entona. Quienes se exceden son rescatados por amistades o por samaritanos.
No pocas ocasiones paramos nosotros en el pub local, a fin de introducir a algún visitante o con cualquier otro pretexto.
Nuestra naturaleza nos hace desconfiar de los abstemios. Igual que a nosotros, los periodistas, añadimos.
En la actualidad Londres cuenta con poco más de nueve millones de habitantes. Si la pandemia no los ha forzado a cerrar, hay algo más de 3500 pubs en la ciudad. Al interior, los temas de conversación son los comunes, pero no es improbable que haya al menos tres recurrentes: los resultados del futbol, los debates del parlamento y la evolución de la bolsa de valores.
El techo londinense consiste casi siempre en una lámina compacta de nubes espesas que se descargan a través de una llovizna morosa. La ciudad, más sí que no, es húmeda y el cielo gris. Cuando aparece el sol, cuando se asoma radiante o temeroso, es acogido con avidez.
El cielo borroso no es privativo de Inglaterra, pues lo comparte con otros países europeos del norte.
La monotonía del ambiente contrasta con la movilidad de la población, sin embargo. A nadie arredra la llovizna o el cielo encapotado. El desafío del ámbito apagado, paradójicamente, parece imbuirles vigor y decisión en sus afanes. Acaso ese prodigio infunde en los ingleses el numen para maquinar la intriga y el misterio de su literatura, su cine y otros aspectos.
Cada uno ve el mundo desde su ventana. El constante cielo recubierto
puede despertar, también, un arranque de melancolía, que los ingleses transforman en ingenio y buen humor. Pero, sobre todo, convoca al conjunto de factores –clima, temperatura, tierra fértil- para producir capas inagotables de césped tupido y remolonamente verde, lo mismo que una multitud de flores de incontable variedad y colorido, de árboles luminosos enraizados en su naturaleza. Son las condiciones propicias para el cultivo y desarrollo de la jardinería.
El condado de Kent, en el sureste del país, posee amplia fama por el cultivo. Acoge algunos jardines extraordinarios. En el sector de Merton Park en Wimbledon, al sur de Londres, sin excepción, el
vecindario todo cultiva su propio jardín, al frente o detrás de la casa, o en ambas partes. Los prados rezuman verdor y las flores reverberan. Al final se halla la mano generosa del vecindario, que dedica horas recurrentes al cultivo y cuidado de su predio.
Sin el contacto frecuente con la naturaleza, el hombre se olvida de quién es, se esteriliza, pierde sus ritmos vitales, escribió en otras latitudes Alejo Carpentier.
La práctica y el espectáculo de los deportes es una de las maneras más comunes de consumir el tiempo libre. Todas las naciones avalan su ejercicio y para los individuos representa una necesidad. Su práctica constituye uno de los desahogos físicos y espirituales más plenos.
Los ingleses son aficionados y practicantes o espectadores de toda clase de deportes. Futbol,Criquet, Rugby, Badmington, Tenis, Carrera de caballos son favoritos, pero no únicos.
El deporte es recreación y pasatiempo, ejercicio físico y juego que se realiza con o sin compañía. Lo practica cualquier persona durante los momentos de asueto, esos que ocupamos en divertirnos y jugar con otros o con nosotros mismos. Los juegos que mayor satisfacción producen también entrañan una convocatoria a la participación de los demás, a la convivencia con otros.
Los griegos sometían todo a competencia. Desde la destreza y la
capacidad físicas hasta las creaciones artísticas. Los juegos olímpicos
consisten esencialmente en lides deportivas y los deportes que se han
impuesto a las multitudes –el futbol señaladamente- son los que generan mayor contienda.
Si en los festivales los poetas trágicos debían conmover con su arte al público, en los juegos los atletas debían mostrar su areté, su
virtud, mediante su habilidad, vigor, capacidad y resistencia.
Los ingleses gozan la práctica o el espectáculo de varios deportes que demandan mucha fuerza, como el criquet y el rugby. Los estadios, arenas y otros sitios donde se realizan esas actividades usualmente se abarrotan.
Racionales y contenidos, los deportes constituyen una zona en la que los ingleses ventilan sin rubor sus pasiones.
Ninguna persona interesada desconoce que la actividad escénica en Londres es permanente e intensa. No se ha detenido en siglos. Opera sin interrupción desde la segunda parte del siglo dieciséis. Marlowe y Shakespeare establecieron los cánones, que los renovados escenarios londinenses presentan cada día. La formalidad que envuelve a esa actividad induce necesariamente a evocar los remotos orígenes: la tragedia griega.
Todo arte crea su mercado. Más allá de la compostura y profesionalismo de los productores, el teatro forma parte también de la gran industria turística del país. No es improbable que no haya ciudad que compita con Londres, de muchos años acá, en oferta teatral. Hubo una época cuando el teatro español le competía. Lope de Vega –contemporáneo de Shakespeare- lideraba entonces los entretelones madrileños.
La tradición y la afición inglesas por las representaciones teatrales son históricas. Clásico o popular, las incontables salas se atiborran cada tarde.
Que la tradición teatral sea antigua y arraigada no es casualidad. Las plumas más reputadas de la literatura nacional son Shakespeare y una considerable lista de dramaturgos de aquella época, como John Ford, Christopher Marlowe, Ben Jonson y algunos más. Los contemporáneos no se quedan a la zaga: Harold Pinter, Samuel Beckett y otros.
En la actualidad –nos han informado- hay 38 teatros tan sólo en el West End.
The Mousetrap (La ratonera, 1952), drama policial de Agatha Christie, se ha mantenido en cartelera ininterrumpidamente desde 1952. El director, los actores, el escenario han cambiado, incluso el nombre del teatro, pero como pieza escénica única –en receso actual por la COVID19- sigue y se mantiene vital. Suman millones los espectadores que la han visto.
Fueron gratificantes los secretos y sorpresas que, poco a poco,
descubrimos. Hablamos del Londres que nos tocó vivir, hace unas tres
décadas. Nuestra experiencia tuvo lugar, sobre todo, en teatro clásico y en compañía de Raúl Ortiz –el erudito traductor de Bajo el volcán-, agregado cultural de la Embajada. Asistimos varias veces a funciones de la Royal Shakespeare Company y otros grupos. Vimos la puesta en escena de Ricardo III, con Sir Ian McKellen en el papel central. Igual, vimos la formidable actuación de Donald Pleasence en Regreso a casa, de Harold Pinter. Y el Tartufo de Moliere, por citar una más. No hubo una vez que quedara un asiento vacío. El teatro es manera única de consumir el tiempo libre.
Los “musicales” generan gran afición, no sólo londinense, pues convoca a cualquier cantidad de turistas. En nuestra época las funciones más populares eran Cats, Les Miserables, La bella y la bestia, Miss Saigón, El fantasma de la ópera… territorios todos de Andrew Lloyd Weber en el corazón –iluminado y bullicioso- del West End.
El rock es creación anglosajona. Estados Unidos en primerísimo lugar. Su invención cautivó a la juventud de todas partes y a no pocos adultos. El tono y el ritmo de esa música abrazadora transformaron el gusto popular. Los ingleses incurrieron luego en su desarrollo y para siempre Inglaterra ha sido manantial de grupos, conjuntos y solistas. Los Beatles encabezaron el movimiento del nuevo ritmo, tanto en el universo musical como en la apropiación y el gusto de la sociedad.
Fueron cientos los creadores asociados al establecimiento del rock como nuevo producto humano y con ello una nueva moda y una actitud, una posición ante la sociedad, más allá de ideologías, clases sociales, lengua, religión o casta. Su impacto tuvo un efecto liberador importante, y contestatario en varios casos. Se convirtió en instrumento de comunión de jóvenes de todos los continentes.
¿Cuánto y cómo contribuyó ese movimiento en la formación de la mentalidad que impulsó el movimiento mundial de 1968?
Conciertos y presentaciones en salas, salones, patios, estadios, parques y otros locales abastecen sobradamente a esta categoría del ocio londinense. Menudean los conciertos en la ciudad. Un sábado de tarde, en el estadio de Wembley, asistimos a un concierto de los Rolling Stones. Casi tres horas de rock –el estadio atestado- con uno de los estilos más definidos del género y un Mick Jagger ya trocado en leyenda.
El Royal Albert Hall –un palacio monumental de la ciudad- se mantuvo abarrotado durante los días de presentación de Eric Clapton y lo que quedaba de The Cream. Formidable aparición del conjunto, con música tan refrescante como la de los comienzos. Una revelación allí nos permitió ver que entre la concurrencia había algunos jóvenes, pero formábamos mayoría treintañeros y cuarentones.
En un galpón enorme del norte de la ciudad se presentaron Mark
Knophler y los Dire Straits, una tarde nebulosa y húmeda. El local debía ser útil para varios propósitos, pues no contaba con asientos. Los espectadores nos mantuvimos de pie, bebiendo cerveza, como en un pub gigantesco.
Leer es una de las actividades más asombrosas y civilizadas al alcance del ser humano. Es también uno de los placeres más plenos de la existencia.
Y el libro es el instrumento de la lectura. El lector enterado sabe o tiene barruntos de la vastedad y de la enorme categoría de la literatura inglesa. Se encuentra entre las mejores del mundo. Unamuno la consideraba literatura modelo.
El de los libros es un negocio floreciente. La demanda es auténtica, son muchos los lectores. Este hecho es clave. Basta montarse en el metro o en un tren para presenciarlo. Al interior del vagón sólo se escucha el traqueteo de los rieles. Si Europa depende y confía en los libros para su desarrollo, Inglaterra se ubica entre los punteros.
La cultura crece con el desarrollo material. Los diarios, especialmente en las ediciones dominicales de The Observer, The Guardian, The Times, The Independent y otros, reportaban las novedades editoriales.
La prensa, por mérito propio, era una lección gratificante.
La literatura es la única garantía moral que posee una nación, escribió Joseph Brodski.
La lectura, los libros, ocupan parte importante del tiempo
libre de los londinenses.
Qué envidia, señor embajador. Pero de la buena. Palabra.