Descomplicado
Carlos Ravelo Galindo afirma:
Benditos aquellos que perdonan mis fallas
Un centro de cultura
Quién no recuerda aquella famosa redacción de EXCÉLSIOR de Reforma 18. Cuyo director general don Rodrigo de Llano, apoyado por genios como don Manuel Becerra Acosta, subdirector. Víctor M. Velarde, secretario de la redacción, don Xavier Sorondo, subdirector editorial, llevó la nave bien durante 35 años. Él, en lo editorial y don Gilberto Figueroa, en lo administrativo, con don J. de Jesús García de Honor, Subgerente de Administración o Joaquín Díaz González, de Talleres.
Era toda armonía, había hermandad. Se escuchaba a los casi mil cooperativistas. Y se les tomaba en cuenta. Éramos, quién no lo sabía, una familia feliz.
Primero murió Don Gilberto en los sesenta y más tarde en esa década don Rodrigo. Hubo, nadie puede olvidarlo, la primera revolución dentro. Salió un grupo. Quedó otro. Sufrimos embates. Los resistimos y Excélsior siguió navegando, hasta setenta y seis del 8 de julio, en que comenzó su paulatino descenso, hasta dar paso a que gente respetable, pero extraña, se hiciera del Periódico de la Vida Nacional, no sin antes ser observadores de las mil y una peleas que se libró allí, por el poder, que nadie, nadie, ganó después del año 2000.
En el tercer piso de Reforma 18, en cuyo edificio durante un tiempo en 1929 estuvo el partido político PRM, hoy el PRI, se comenzaba a tomar vida luego de las 17 horas. Era el lapso concedido a los reporteros para comenzar a escribir. Llegaban por oleadas.
Quien golpeaba las teclas, furiosa pero rítmicamente era Felipe Moreno Irazábal que había reemplazado a don Leopoldo Toquero y Dimarias cuando a éste de policía lo enviaron al Ejército, no de soldado, sino de reportero.
Comenzaban los gritos: “Carlitos, cuartillas…” Era el más común. Y rápido se les atendía. Así comenzó mi carrera de periodista. Desde abajo. Repartía, cuartillas, lápices, cambiaba cintas de máquina, entregaba periódicos. Y les compraba cigarrillos o chicles para disipar su aliento. No olvido que era 1947. Y que el 4 de marzo ingresé así al mejor Diario de México.
El encuentro con el jefe de información, don Ignacio Morelos Zaragoza, me llenó de entusiasmo. Me leyó la cartilla: pórtate bien, atiende a los señores reporteros y redactores. Gánate su confianza. Y serás con el tiempo como ellos. ¿Así de viejo? Pensé entonces. Hoy a mis 79 años –sesenta de reportear-, lo confirmo, viejo periodista, no periodista viejo.
Vi desfilar a Carlos Denegri (muerto a tiros por su esposa), Alberto Ramírez de Aguilar, Manuel Becerra Acosta, Jorge Villa Alcalá, Regino Díaz Redondo, Julio Scherer García, cuando aún era sencillo y sin envanecerse; el primero gran periodista. Bebía mucho. Pero cumplía como todos, mucho. Los siguientes, fueron los nuevos timoneles. Julio, director, Alberto, gerente, Manuel, asesor y subdirectores Villa y Regino.
Primero murió Alberto. Muchos años después, en España, Manuel. De estos dos aprendí y me ayudaron. Me enseñaron. Me encaminaron. Por ellos mi licenciatura en periodismo, cuando aún no había tal carrera en universidades.
No puedo soslayar que Alberto Ramírez de Aguilar fue el creador de la mejor y más temida, por veraz y bien documentada, columna policíaca. Fundó “Siguiendo Pistas”. Conoció por ello de mil amenazas de muerte. O promesas de dinero. Manuel, Alberto y Julio escribían los domingos una columna sui géneris, por lo novedoso, de gran claridad y verdad: “Desayuno”, firmada por el seudónimo “Julio Manuel Ramírez””. En esa primera plana había otra, la de Denegri que tocaba la política. Ambas, sancionadas por el Skipper –que así llamaba Denegri a su protector y amigo don Rodrigo de Llano- que de vez en cuando tampoco la publicaba. De Llano siempre fue justo. Amable, pero enérgico, en ello iba el respeto a Excélsior, a su funcionamiento, pero sobre todo en beneficio de todos los cooperativistas de tres ramas: editorial, talleres y administración.
Sería injusto no reconocer que don Rodrigo y don Gilberto siempre estaban de común acuerdo. Se consultaban. Acordaban, pero ambos respetaban la jerarquía. Uno, don Rodrigo, atildado, limpio, nunca perdía la compostura. Ni cuando, como todos los días se excedía en su famoso whisky Usher que a veces compartía con su colega el llamado coronel García Valseca, en el entonces tradicional ambassadeurs, de tanta memoria y recuerdos para todos. Abajo precisamente de Excélsior, en Reforma 12.
Allí, yo lo oí junto con don Alfonso M. López, don Enrique Loubet, padre, Raúl Estrada, Carlos Denegri, Bernardo Ponce, el dueño de la cadena García Valseca, al calor de los tragos, preguntarle a don Rodrigo. “Oiga Rodrigo y usted, cuántas veces hace el amor en una noche. Yo, cuatro…” Don Rodrigo sin perder la ecuanimidad, respondió presto: “Después de la primera vez, pierdo la cuenta”. Nadie, salvo yo, rió. El Pipiolo, así le decían al futbolista Raúl Estrada, me tocó el brazo. Y discretamente me sugirió: no siempre debe uno reír tan fuerte…”
Nunca observé que don Rodrigo hiciera un comentario procaz, o una sátira dura o desatinada. Observaba con su rostro, rojo, con sus ojos verdes, lo que acontecía a su alrededor. Respondía, pero nunca elevaba su voz. Ni reía con nadie.
Por supuesto que no olvidaré tampoco cuando al día siguiente de haberse publicado a ocho columnas en Excélsior una fuga de Lecumberri, escrita por mí, el 6 de diciembre de 1962, Don Rodrigo me llamó a su despacho y me entregó, frente a Bernardo Ponce un vale por quinientos pesos, para cobrarlo en la caja, como estímulo por, dijo, la “estupenda información”. De don Rodrigo escuché una frase que siempre tengo presente: gran lección.
“Hay que escribir en forma sencilla, para que pueda entender tanto el científico, el industrial, el empresario, el deportista, como la sirvienta de casa. Las alegorías, sentenció, son el instrumento de los pobres…” Al grano. Al pan pan y al vino vino”. No lo olvido aún.
Don Víctor Velarde repetía incesantemente desde su mesa de redacción, cuando revisaba y, claro, corregía mi información: “Mira Ravelito si tu nota es buena y breve. Es dos veces buena…” Víctor era de una humildad que aterraba. Pero de un conocimiento que sorprendía. Fue él, en la redacción de Excélsior, que inventó, apocopó muchos nombres. Por ejemplo a la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, la cabeceó, por primera vez: “La Concanaco ofrece…” A la Cámara Nacional de la Industria de la transformación, le puso Canacintra. Y así subsecuentemente. Era, además de culto e inteligente, sus amigos lo sabíamos, muy enamorado y complaciente. Pero también muy cáustico e irónico.
Un día que caminábamos por Paseo de la Reforma vio venir a una hermosa dama. La saludó muy afectuoso. Con beso en la mejilla. Y la despidió con un beso en la boca y un suspiro. Me dijo: “Es la señorita Dosamantes”. ¿Así se apellida, don Víctor? Le pregunté. No, respondió. Es que yo soy uno de ellos.
Tenía Víctor la costumbre de anotar en una libreta sus conquistas. Y en el calendario, las fechas que le tocaba visitarlas. Era preciso. ¿Quieres saber cómo se llama esta libretita? Sí, don Víctor. Dígame. “Es la coñoteca”. Aprende muchacho. Yo tenía 17 años. Hace 62 y sí que lo tomé en cuenta: escribir en forma sencilla y breve.
Así era Víctor. De grandes Facetas. Conocedor del idioma. Maestro de grandes periodistas. Reconocido por hermosas mujeres. Pero discreto en su deambular cotidiano. Una noche, cuando yo, como ayudante de la redacción, salía de mi guardia a las 24 horas, me encontré en la puerta de Reforma 18 a un grupo. Era Víctor Velarde, con Carlos Velasco, cablista; Ángel Fernández, Fausto Ponce, Gustavo Rivera de la sección de deportes, Sergio Sánchez, el conserje, Oscar Kaufman, de la A. P., (Prensa Asociada) y me invitaron a acompañarlos porque iban a celebrar a don Víctor.
Partimos a Guerrero, la calle de los cabarets. Entramos a uno, “El Jardín”. De inmediato nos asistieron bellas damas. Y tuvimos cobijo en dos mesas, ya provistas de Ron Potrero, famoso en aquel entonces y cocas. Brindis iban y venían. Yo, no miento, todavía no tomaba licor, sólo refrescos.
El maestro de ceremonias del centro nocturno, interrumpió nuestra coloquial plática para anunciar en el micrófono:
“Señores y señoras –desde entonces ya existía la manía que luego tomó por su cuenta Fox- este danzón está dedicado a don Víctor Velarde, jefe de redacción de Excélsior y al selecto grupo de redactores que lo acompaña…”
Luego de ello, Víctor salió acompañado de una dama. Pero al poco tiempo, muy poco, regresaron. Víctor nos confió a todos: “quiero que sude un poco más…” Mil risas y aplausos por su sentido del humor.
Así era Víctor. Estricto y exigente en todo. En lo mundano y en lo cultural. No se diga en lo periodístico.
En cambio don Manuel Becerra Acosta, con su voz de trueno, aterraba, sin razón, a sus reporteros. Apenas se apersonaba en la redacción. Se paraba junto a la mesa, escritorio, del jefe de información Don Ignacio Morelos Zaragoza -luego vinieron a la muerte de este, Jesús M. Lozano, Manuel Ratner, don Armando Rivas Torres y por último Arnulfo Uzeta- con los brazos en jarras, la mirada dispersa. Veía a todos y cada uno. No olvido que en mi época de ayudante, año y medio, nadie, pero nadie, sostenía la mirada de don Manuel cuando a Luis Cano, reportero del sector obrero y respetado por sus conocimientos del área que cubría, preguntarle sobre tal o cual huelga. Una vez disipada su duda, don Manuel seguía su camino. Saludaba a don Eugenio Suárez, reportero de presidencia. A don Gustavo Castañares, del sector político, a don Santiago André Laguna, del sector eclesiástico. Se afirmaba que éste entonces era uno de los depositarios del dinero del clero mexicano.
Nunca se disipó la duda, pero era gente fina, de buenos modales. Con yerros también. Por ejemplo, cuando se le encomendó cubrir la llegada y conferencia de prensa de la nadadora y actriz norteamericana Esther Williams, salió perfecta la información. Con preguntas y respuestas. Y claro, se publicó en primera plana.
Al día siguiente, la embajada estadounidense llamó a don Rodrigo y le pidió aclarar la nota de don Santiago. Preguntó el Skipper: “¿Qué? Le faltaron datos…”. “No, señor. Le sobraron”: ¿Cómo dijo? “Le sobraron, señor, la nadadora no llegó a México.”
Don Rodrigo llamó a don Santiago. Le puso una alternativa. Firma una excusa. O su renuncia. La primera apareció al día siguiente.
Esto no acontece hoy. Simple y sencillamente al periodista que miente deliberadamente o falta a la verdad se le disculpa. O para llenar el expediente el periódico –a veces la televisión o el radio- publican una réplica que no los perjudica ni los beneficia, sino como decía un gobernador de Chihuahua, todo lo contrario. Me acuerdo que ese político era Manuel Bernardo Aguirre.
Vuelvo a Luis Cano, chaparrito. Se sentía hispano, sin serlo obviamente. Y ganaba buen dinero, como todos antaño, pues amén del salario, disfrutaban de comisiones publicitarias, bien habidas, y además, ¿quién no lo sabe? El famoso chayo.
Una noche, como a las 23 horas, un grupo de reporteros de la vieja guardia jugaban, sobre el escritorio de don Pablo Sánchez, ya ausente a los dados. Estaban Luis R. Antuna, Carlos Denegri, Felipe Moreno Irazábal, Jesús M. Lozano, Oscar Kaufman y yo, como mirón. Se lanzaban los dos cuadrados y alguien recogía el dinero apostado. Así sucedió y transcurrió una hora. Jesús M. Lozano, tenía la mano izquierda llena de billetes, cuando apareció, intempestivamente don Rodrigo de Llano. Se les quedó mirando y cuando se percataron, cesaron su juego de azar. Don Rodrigo preguntó a Lozano: “¿No está usted de guardia en la mesa de redacción? Sí señor, le respondió humildemente Lozano, con quien llevaba buena relación y enseguida el Director General lo reprendió y dictó, allí mismo, un castigo: “Está usted suspendido tres días”. Señor, respondió Lozano, “que sean siete, por favor, para disfrutar en Acapulco de estos tres mil pesos que gané… Don Rodrigo, dio media vuelta, y sin contestar, se retiró. No acababa de salir de la redacción don Rodrigo, cuando todos, sin excepción, estallaron en risa.
Y esto me hace acordar lo que don Pablo Sánchez me preguntó inquieto, sobre el deterioro de la pared –en donde estrellaban los dados los reporteros en la noche- “¿habrá ratones? “No, don Pablito, hay ratas y muy grandotas… le dije.
Y sigue la 6