Teléfono rojo/José Ureña
De mis bendiciones 14
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Lo vimos caminar por los salones de Palacio Nacional. Nada de fragilidad o atibo de debilidad. Contra al mal de decir de algunos, Andrés Manuel López Obrador, encarna la fortaleza de la nación.
No dudamos que el próximo lunes reanude sus mañaneras, después de que doña Olga María Sánchez Cordero cumplió, con su tono apaciguador y profundo conocimiento de los temas, la encomienda.
Feliz día de la Candelaria. Hay que comer tamales, beber atole. Y a la una, una, con respeto al tiempo inexorable.
Por cierto, el médico geriatra Miguel Angel Ceñal pudo reducir medicamentos. Pero no la edad. Seguimos entrados a 92. Y atentos al acontecer nacional, sentaditos.
Sigamos, pues con lo nuestro.
Benditos a los que de la Rosa de Reyes les tocó el niño.
Mejor hablemos de las cuerdas a las islas marías, tal como lo escribió el colega Borbolla.
Nuevamente inmerso en los recuerdos de sus años de reportero, Carlos Ravelo Galindo (padre de cinco hombres, todos ellos con título universitario y doctorado y feliz abuelo, con nueve nietos hasta la fecha), vuelve a su relato de la vida penitenciaria:
“Me tocó trabajar dos “cuerdas” a Las Islas Marías (el entonces horrendo, pavoroso penal del Pacífico, obra del gobierno de Porfirio Díaz). Acuérdate. Las vías del ferrocarril llegaban hasta el interior de la penitenciaría. Los trenes, con sus ventanillas tapiadas, llegaban en la madrugada, ya cuando todos los reos estaban dormidos. Hasta entonces se daba a conocer la lista de los reos que iban a ser trasladados a las islas (a trabajar en las salinas, bajo los rayos del sol, la muerte en ese tiempo). Todos los reos les temían. Los elegidos eran sacados de sus celdas poco a poco. Al subir al convoy, se les daban dos tortas, una cajetilla de cigarros Alas y una caja de cerillos. Era todo. Pero había algunos que antes de abordar el tren atacaban a cualquiera de sus compañeros. Los “picaban” con las puntas que fabricaban en la prisión. Lo hacían para evitar ser llevados a las islas Marías. Al cometer un nuevo delito tenían que ser puestos a disposición del Ministerio Público, para que un juez les abriera un nuevo proceso. Así evitaban ser trasladados a las islas. Lo preferían. Tal era el pánico que les producía el penal del Pacífico”.
Hoy, las Islas Marías, son prácticamente un “centro vacacional”. A los reos se les permite incluso vivir allí con sus familias. Antes, era un lugar de castigo máximo para los delincuentes más peligrosos, incorregibles. Esa prisión estaba bajo custodia militar. Y más de un reo fue fusilado allí mismo, en presencia de todos los demás reclusos, por disposición del director de ese presidio. Oficialmente los fusilados “escapaban”. Muy pocos en realidad lograban fugarse y llegar con vida al continente.
En aquellos días, y de madrugada, aquí, en el DF, el Servicio Secreto hacía razias de delincuentes conocidos. Los agentes hacían visitas sorpresivas a los centros de vicio nocturnos y detenían a todos los profesionales del crimen que encontraban. A todos ellos los enviaban, en aviones militares, a las Islas Marías, para que la ciudad se liberara de su presencia y sus fechorías por lo menos dos o tres meses, tiempo en el que sus abogados obtenían su libertad.
En la memoria de Carlos Ravelo aparece Paco Sierra, el barítono que fue esposo de la actriz Esperanza Iris. ¿Te acuerdas de él? En complicidad con el ingeniero Emilio Arellano Schetelige, ambos colocaron una bomba en el interior de un avión de Mexicana de Aviación con destino a Oaxaca. En ese vuelo iban dieciséis hombres y mujeres, con seguros de vida que supuestamente cobraría la pareja de criminales cuando el avión, por la explosión, se desplomara y todos murieran. A todos ellos les habían regalado esclavas de oro, con sus nombres grabados, para que los cuerpos pudieran ser identificados. Afortunadamente les falló su plan. El piloto pudo controlar la aeronave, después del estallido a bordo, y logró aterrizar en el aeropuerto militar de Santa Lucía.
“Pues Paco Sierra se dedicó a trabajar en la cárcel (estuvo preso 19 años) en beneficio de los reclusos. Daba clases a los analfabetos. Sacó a mucha gente letrada. Decir letrada es que ya sabían leer y escribir”.
-¿Conociste Las tres Marías? -¿Las celdas de castigo? Sí”
-El Apando de José Revueltas.
“Sí, inclusive se hizo una película: El Apando. José Revueltas estuvo preso, pero también un pintor muy famoso… Lozano ¿cuál era su nombre completo? ¿Manuel Rodríguez Lozano? Sí, el pintó un mural en la enfermería del penal, donde aparecía una mujer clamando justicia divina. No sé si ese mural exista ahora que el edificio de Lecumberri es el Archivo General de la Nación”.
Manuel Rodríguez Lozano fue encarcelado en 1941. Era director de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Allí fueron hurtados tres grabados de Durero, el pintor alemán, y uno de Guido, italiano. Se le hizo responsable, pero finalmente salió libre. Las obras robadas fueron devueltas anónimamente. En Lecumberri pintó el mural La Piedad en el Desierto, trasladados a El Palacio de Bellas Artes en 1966.
La justicia en Lecumberri
El edificio de la Penitenciaría era un cuerpo único, cárcel exclusivamente. Hasta 1966 se construyó un inmueble anexo, para los juzgados penales, eran quince.
“Allí conocí al después senador Roberto Casillas. era secretario del juzgado tercero penal del fuero común. Entonces era un joven inexperto. Así lo escribí yo en mi columna Tras Las Rejas que escribía para Excélsior. Sin embargo, por eso me tomó cierta animadversión, yo no lo sabía. Con el tiempo llegó a ser secretario particular del presidente José López Portillo. Lo encontré entonces en una boda. Lo saludé: Cómo le va licenciado Casillas. Ahora ya no soy el joven Casillas, me contestó en tono airado. Obviamente ya era un profesional que había asimilado todo lo que aprendió (ríe Ravelo). Bueno, desde entonces el licenciado Casillas y yo nos hicimos amigos.
¿Conociste al licenciado Carlos Franco Sodi? (fue director de la Penitenciaría y después, en el sexenio alemanista, procurador de justicia del Distrito. Era un jurista respetado, muy moralista. En 1952 consignó a los directores de varias revistas semanarias que él consideró publicaban material pornográfico, entre ellas a Vea, que se leía en todas las peluquerías de la ciudad, famoso porque en sus páginas se publicaban fotos de mujeres… en traje de baño. Eso era pornografía en aquellos tiempos.
Ravelo no conoció a Franco Sodi como director de Lecumberri, en donde, por cierto, trató de imponer orden, disciplina y honestidad. Fracasó. Esto se comentó siempre entre penalistas que litigaban en los juzgados anexos al penal. Pero, ¿sabes por qué el licenciado Franco Sodi amenazó a nuestro compañero Bertillón Jr., con expulsarlo del país?
“Tengo entendido que Bertillón hizo algunas críticas a las consignaciones que hacía la Procuraduría de Justicia del Distrito. Pedro Pagés Elías, ese era su nombre, fue abogado, estudió en España, era un hombre conocedor de las leyes mexicanas, muy preparado. Él criticaba y fustigaba fuertemente al Ministerio Público por sus fallas en las consignaciones. No era nada del otro mundo, como la crítica que se hace ahora, sin mayores consecuencias. Lo amenazó con expulsarlo del país. Bertillón habló con don Rodrigo del Llano y fue cuando a él le dieron otras fuentes de información y a mí las judiciales. Uno de los hijos del licenciado Franco Sodi, ahora ya jubilado, es Carlos Franco. Fue magistrado de Tribunal Fiscal de la Federación hasta hace dos o tres año cuando se retiró.
Carlos Ravelo tiene muchas anécdotas, dice, pero las guarda para sus libros. Pero relata: “Yo entraba a la Penitenciaría como a mi casa, pero llegaba a trabajar de verdad, como reportero, hacía entrevistas a los reos, a los celadores. Nunca ofendí a nadie. Salvo aquel incidente que tuve con Linares Tejeda y con el gitano Miguel Yancovich Parascovia, nunca ningún otro problema. Los reos me buscaban para que los ayudara, porque todos, todos en la cárcel son inocentes, no hay culpables. Pero había uno: Antonio Ortega, recuerdo su nombre por Toño Ortega, mi compañero de Excélsior. Me suplicó que viera su expediente, me aseguró que ya debía estar libre.
“Fui a ver el expediente. Ya había sido archivado. El secretario era Fernando Solís Cámara, yucateco. Los abogados llegaban a verlo y le daban la “mordida” en un sobre. ‘A ver, ¿qué quieres?’, preguntaba con el acento que delataba su origen. ¿Qué quieres? Le decían cuál era el servicio que deseaban y entonces él abría el sobre y exclamaba: “Esto debe llevar triplicado”.
Ríe de buena gana el reportero entrevistado. Pero prosigue: “Era el secretario del juez Eduardo Urzaiz Jiménez, a quien acusaban de estar loco y así le decían. Como se llevaba muy bien conmigo, un día le pregunté: Señor, ¿por qué le dicen El Loco? Porque están locos, me contestó. Mire… Y me mostró un certificado médico que avalaba ciento por ciento su salud mental. Lo publiqué y siempre el juez Urzaiz me trató con mucho respeto. Pidió el expediente de Antonio Ortega y me dice: tiene razón, este hombre ya debe estar libre. Y en ese momento firmó la boleta de libertad. Hubieras visto a Antonio Ortega. Casi me besa al salir de la cárcel.
“También hice muy buena amistad con Jacques Mornard. “Ramón Mercader del Río, el español, comunista fanático, que mató a León Trotsky con un piolet, por orden de Stalin”.“El nunca aceptó ser Ramón Mercader del Río. En la cárcel siempre fue Jacques Mornard. No hablaba con ningún periodista, únicamente conmigo y hay muchos reporteros que pueden confirmarlo. Platicaba conmigo, pero cuando yo le hablaba de León Trotsky decía: Es un tema que ya murió”.
“En Lecumberri, Mornard se convirtió en un buen electricista y carpintero. Cuando fallaba el sistema de alumbrado exterior de la cárcel, a él lo sacaban a la calle, imagínate, para que hiciera las reparaciones. Y solamente lo custodiaba un celador. Pudo fugarse.
Una vez me dijo: Carlos, ¿no te hace falta un ropero? Sí, contesté, me gustaría tener uno, cómo no. Bueno, compra la madera y yo te lo hago”. ¿Cómo lo quieres? Él mismo diseñó el mueble y me hizo el ropero. Después se lo regalé a una hermana mía y no supe dónde quedó”. El ropero, aclaré.
Luego seguimos.