Teléfono rojo/José Ureña
Del despiporre intelectual (tres)
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Tal como prometimos.
Procedería en este punto, detenernos a consignar los orígenes del humorismo en México, sobre todo en lo concerniente a la época precolombina.
Las referencias de los eruditos en esa materia son tan lamentablemente escasas, sin embargo, que lucubrar sobre ellas nos conduciría al mismo cuanto inseguro punto de partida.
Sahagún, Bernal Díaz del Castillo y Fernando de Alba Ixtlilxóchitl, historiadores que espigaron con entusiasmo en el folklore popular del que nos han legado páginas hermosas, apuntan en sus
crónicas solamente ejemplos insignificantes del humorismo de nuestros ancestros, indicios o que nada aclaran, esbozos desleídos, poco menos que destellos fugaces.
Desde Acamapichtli hasta Moctezuma II, las cortes del Imperio azteca estuvieron integradas por una cauda de sacerdotes, guerreros, magistrados, nigromantes, poetas, músicos, danzantes, y por supuesto, bufones encargados de llenar con sus gracejadas el vacío de los ocios reales.
No contamos, empero, con testimonios valederos que nos auxilien a intentar siquiera un resumen aceptable del humorismo autóctono.
Tuvieron los mexicanos antiguos, como sucede en la infancia de todos los pueblos, un refranero de cuyo contenido aún recibimos enseñanzas axiomáticas.
Fray Bernardino de Sahagún, en su Historia General de las Cosas de la Nueva España, compila algunos adagios que esta gente mexicana usaba, pero se nota de inmediato que muchos de ellos
son de indudable origen hispano debidamente adaptados a la sicología aborigen, fenómeno transcultural que Sahagún no tomó en cuenta.
El siguiente refrán, sin embargo, no presenta duda sobre su procedencia:
Mensajero del cuervo.
“Este refrán se dice, del que es enviado a alguna mensajería o con algún recado y no vuelve con la respuesta.
Tomó principio este refrán, según se dice, porque Quetzalcóatl, rey de Tula, vio desde su casa dos mujeres que se estaban lavando en el baño o fuente donde él se bañaba, y luego envió a uno de sus corcovados para que mirase quienes eran las que se bañaban, y aquel no volvió con la respuesta.
Envió otro paje suyo con el propio del mensaje, y tampoco volvió con la respuesta.
Envió al tercero, y todos estaban viendo a las mujeres que se lavaban, y ninguno se acordaba de volver con la respuesta, y de aquí comenzó a decir: moxoxolititlani, que quiere decir, fue y no volvió jamás.”
No nos dice Sahagún si Quetzalcóatl castigó la desobediencia de sus criados, o si por el contrario, sabio disculpador de las debilidades humanas, soslayó regocijadamente aquella reiterada socarronería.
Pero aparte de algunas muestras semejante a la anterior, carecemos de bases sólidas para reconstruir, como lo hacen los arqueólogos con la arquitectura de las viejas civilizaciones perdidas,
el edificio humorístico de los antiguos pobladores de México.
Pues que tal existió y que tuvo un desempeño importantísimo en nuestra cultura arcaica, es algo incuestionable.
La risa como función anímica y elemento de expresión sociológica, constituya un factor cultural imprescindible para todos los pueblos.
Y el pueblo azteca no podía ser la excepción.
¿De qué manera, pues, explicamos su desaparición sino como resultado de ese acontecimiento telúrico, estrujante y demoledor que fue la Conquista?
Habremos de buscar, entonces, en una época posterior e inmediata a ella, el resurgimiento y la continuación del humorismo ancestral, modificado en su esencia por el influjo definitivo de la nueva y triunfante cultura.
El humorismo mexicano renace, así, bajo un signo adverso. De sus primeros pasos bajo la tutela de una cultura madrastra y bajo los auspicios de un nuevo orden, humano y divino, al que se le debe rendir, por igual, culto y vasallaje
Pero en este mundo nuevo y extraño, el mexicano no está solo.
Cuando la última escultura de Huitzilopochtli cayó de su sitial sagrado por obra sacrílega de los conquistadores, la sonrisa de la divinidad azteca, amarga y postrera expresión de una cultura que se desplomaba irremisiblemente, se trasplantó al rostro aborigen como un escudo que en adelante le serviría de válvula de escape para todas sus tragedias.
Durante la Colonia, la sonrisa del mexicano significa no otra cosa que sus rebeldías pasivas contra los conquistadores, que su odio cada vez más reconcentrado contra el invasor victorioso.
La ejemplificación sería interminable. No existe faceta alguna de la sicología mexicana, que no haya sido registrada desde el enfoque refranesco.
Y si los refranes constituyen en la sabiduría de los pueblos, la síntesis de sus experiencias, la suma y la expresión de sus anhelos y de sus frustraciones, en lo que atañe al mexicano sus fracasos son
tantos y sus decepciones datan de tan antiguo, que su refranero no puede ser sino el filtro acidulado de sus acaecimientos funestos.
No andaba descaminado Darío Rubio, el gran paremiólogo guanajuatense, cuando afirmó que a la sabiduría ya al afán risueño que contiene los refranes, hay que agregar, por lo que a los mexicanos
toca (y esto cuenta para nuestro humorismo en todas sus manifestaciones), la amargura inmensa, los ideales nunca alcanzados, las esperanzas siempre fallidas, de cuya mezcolanza resulta una
tristísima conformidad desde la cual queremos entrever algo menos cruel menos amargo, en donde encontrar un consuelo.