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Libros de ayer y hoy
Adios al papel periodico
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
“Maestro Carlos: muy gratos sus recuerdos y también sus sabias
experiencia convertidas en anécdotas.
Y respecto a sor Juana Inés de la Cruz, su pensamiento…
«O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que
peca por la paga, o el que paga por pecar».
Agrego un pasaje que escribió en sus memorias (pág. 224) ya en
el exilio don Sebastián Lerdo de Tejada, refiriéndose a Porfirio Díaz y
Manuel Romero Rubio:
«Y no se en verdad,Cuál de los dos será el más despreciable, si
el que vendió a la hija ó el que la compró…»
Le mando un fuerte abrazo”. Que correspondemos con
entusiasmo don Virgilio A. Arias Ramírez-C.
Un mundo sin periodicos escritos.
Así al menos nos los pronostica un escritor médico que entiende
de medios escritos, hablados, televisados, internet y telefónicos, con
una pregunta real:¿Desaparecerán los periódicos de papel?
En el Universal Arnoldo Kraus, médico y escritor, reiteramos, nos
da sus acertados razonamientos.
Pero antes lo que nos dice otro escritor erudito, don José Antonio
Aspiros Villagómez, también en suculenta versión:
Estimado amigo:
A propósito del Libro de tu vida (no del Libro de los Muertos,
encontrado en sarcófagos y muros egipcios):
Supe que, «En un libro, los dioses escribieron / las cosas buenas
y las malas que vendrán. / Destino, por nombre le pusieron / y es la ley
del Más Allá».
También me enteré de lo que «Dicen por ahí: / que yo he sido un
libro abierto /donde mucha gente ha escrito. / No hagas caso, nada es
cierto».
Yo tengo ya el «libro de mi vida»: lo hice en capítulos, lo titulé
Memorias del tecleador, y, si «nadie supo escribir nada» (que es parte
de la continuación del párrafo anterior), en mi caso nadie ha leído
nada.
Y agrega el maestro:
“Como subdirector editorial de Notimex en la segunda mitad de
los años 90 y principios del nuevo siglo, entre mil diversas tareas tuve
a mi cargo el servicio de opinión de la agencia, consistente en operar
el envío a los suscriptores, de las colaboraciones de articulistas
externos.
Cada uno recibía sus honorarios, acordados con el director
general desde que comenzó ese servicio en 1982 cuando encabezó la
Agencia el amigo Miguel López Azuara.
Recuerdo que posteriormente, con otros directores hubo
desayunos con los colaboradores, se les invitaba a las fiestas de
aniversario y, cuando me tocó dirigir ese servicio, logré a jalones que
al menos por dos años les dieran un vale de Navidad para canjearlo
por un pavo.
Pero en los primeros años de este siglo vinieron los reajustes de
articulistas: unos salieron, otros entraron, a varios se les redujo la
duración de sus contratos y al final se les dejó de pagar (no de
publicar) y hasta hubo casos de censura.
Creo que el servicio de opinión terminó cuando Notimex se
convirtió en Agencia de Noticias del Estado Mexicano (2005); yo ya no
estaba.
Entre finales de 2000 y mediados de 2004 tuvimos tres
directores generales, cada uno con sus ideas y decisiones con
respecto a qué articulistas mantener, incorporar o suspender contratos
de honorarios, que eran anuales, y como yo era el operador de esas
decisiones, aunque creo que lo hice con el mayor tacto posible hubo
quienes me agradecieron la forma como les avisé, mientras de otros
recibí «periodicazos».
Eso está documentado en mi libro «Notimex: la imagen ‘sexenal’
de México en el mundo».
Pedí mi retiro voluntario en 2004 y, en un giro de 180 grados,
continué como articulista hasta 2006.
Se me ofreció una paga «cuando hubiera recursos» que nunca
llegaron, y al final también fui víctima de censura y me despedí.
Ya fuera de Notimex, desde entonces no ha faltado quien me
publique, pero ya sin paga alguna salvo por un tiempo con el colega
Rubén C. Jáuregui, lo cual me sorprendió porque creía que eso
pasaba solamente en la Agencia de la que había salido.
Me costó tiempo y trabajo asimilar la idea de escribir solamente
por el estímulo que, como bien se dice, brindan los lectores con sus
comentarios, y ya no por una paga o, como digo a veces con ironía, al
menos a cambio de una sidra barata cada fin de año.
Mis sentimientos han sido muy encontrados desde entonces:
desde pensar que quienes publican mi trabajo creen que me hacen un
favor con ello, hasta querer tirar la toalla (o la tecla, en este caso)
porque tampoco me entero si hay quien me lea.
Sí recibo comentarios, dos o tres en cada ocasión y con
frecuencia muy elogiosos, de quienes reciben mis artículos de forma
directa, pero nunca de los lectores de los medios donde aparecen.
Otras veces he supuesto que los lectores se multiplican cuando
el colega y amigo Carlos Ravelo reproduce mis textos en su columna
En las Nubes.
No dejo de considerar si, fundamentalmente, debo estar
agradecido (que por favor ellos o alguien me lo diga) con quienes
aceptan mis colaboraciones y les dan un espacio –unas veces
destacado y otras perdido– en sus portales y publicaciones, o sea, si
hacen el servicio de mantenerme vigente en los medios luego de 60
años de haberme iniciado en esta «talacha», como llamó a nuestra
profesión mi maestro Vicente Leñero.
Disculpen que haya abusado de su tiempo, el tema da para más
porque hay articulistas que sí cobran, y muy bien («hay niveles», dirán),
pero aquí lo dejo.
Que tengan un feliz fin de mes. Ya viene la primavera y ya
estamos en Piscis, mi signo zodiacal. Saludos cordiales. LAAV”.
Don Arnoldo inicia así:
“Inquietan los tiempos actuales. Siempre ha sucedido lo mismo,
supongo. Los años acumulados permiten mirar de otra(s) forma(s). En
ocasiones con mejor definición, otras veces el tiempo deforma y las
imágenes no son nítidas.
Lo que ha desaparecido o desaparecerá o se usará menos y
caerá en los cestos de basura de la historia es producto, para bien,
para mal, de la actividad humana: el interludio entre uno y otro
calificativo, útil e inútil, es inmenso.
Nuccio Ordine (La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Acantilado,
2013) ilustra:
“Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro
dominado por el homo oeconomicus, la utilidad de lo inútil, y, sobre
todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios
se nos venden como útiles e indispensables?)”.
Espacios amables y bellos —útiles— tienden, con celeridad a
enmohecer y/o a volatilizarse: carteros, telegramas, casetas
telefónicas, bibliotecas, cine clubes, sesiones de ajedrez al aire libre,
grupos de filatelia, etcétera, son ejemplos actuales, entre vivos y
muertos (moribundos es término ad hoc) de un pasado no tan lejano
en el tiempo, pero sí lejano en la realidad.
Todo lo enunciado ha sido reemplazado, llevado a menos o
desechado. Ni para bien ni para mal, Cantinflas dixit.
Todo se resume al correr de la vida. De saudade también se vive
y se muere, escribiría el poeta.
El periódico de papel entra en ese rubro. Aunque menos vivo,
sigue vivo.
Una vieja fotografía del New York Times lo explica: siete
personas aguardan en la parada del autobús. De los siete, hombres y
mujeres, sólo uno no lee el periódico. El resto tiene sumida la cara en
él.
Esa vivencia ha desaparecido por diversas razones.
La fundamental no es económica, es otra: poco se lee en
periódicos en papel.
La relación es inversamente proporcional: entre menos se
recurra a ellos, menor la producción. Entre menor la oferta, mayores
las amenazas económicas/laborales sobre las casas periodísticas.
Me imagino, no hay “estudios” al respecto, que en la actualidad,
en la mayoría de los hogares no se leen periódicos de papel.
Los niños no ven a los padres leerlos y por ende poco saben de
ellos. Desconocen su importancia.
La televisión quizás supla un tanto esa función, pero, si acaso lo hace,
es diferente. Sentarse y leer exige; ver el televisor es sencillo.
Observar a los progenitores leer, siembra. Escucharlos comentar
tiende puentes.
Leerlo en la computadora ofrece la misma información.
Sin embargo, tocar y compartir el periódico vivo nutre mejor.
Intercambiar secciones e incluso subrayar alguna noticia aviva la
convivencia. Lo saben quienes lo han experimentado.
No todas las costumbres son positivas.
La de sentarse al lado de periódicos de papel y degustar o
enfadarse con sus noticias fue y es un hábito sano.
La modernidad tiende a sepultar. Sepulta lo que le resulta
inconveniente y lo reemplaza con celeridad. Elimina costumbres e
impone reglas nuevas.
Por ejemplo, la de ser atendida por robots y robotas como
sucede en algunos hoteles en Japón.
La humanidad, conforme avanzan los conocimientos y se prioriza
lo económico, desdibuja bienes y necesidades del pasado, como las
enunciadas líneas atrás.
Nuestra especie se encamina a un desfiladero sui géneris donde
el ser humano dejará de ser el ente que ahora somos.
En efecto, inquietan los tiempos actuales. Si olvidamos y
sepultamos los clubes de filatelia —casi ya no hay correo—, los
cineclubs, los torneos de ajedrez al aire libre, la lectura de los
periódicos en parques públicos, etcétera, y mientras florece la
inteligencia artificial y con ella la generación de “otros” seres humanos,
nuestra especie no será como la actual: ¿mejor?, ¿peor?, otra…”
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