Abanico
¿En qué creen los que no creen?
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
De Héctor Aguilar Camín, “Día con Día” en Milenio, tomamos algunos conceptos:
“Cuando Bertrand Russell fue llevado a prisión por su actividad pacifista contra la Primera Guerra, al consignar sus datos, el carcelero le preguntó su religión: “Agnóstico”, respondió Russel.
El carcelero lo miró un momento, dejando claro que no había oído nunca esa forma de credo. A continuación comentó: “No importa la religión, al final todos creemos en el mismo Dios”.
No creer es una “elección de vida”. Quizá no lo sea, quizá el agnosticismo venga infuso en cada quien, lo mismo la necesidad de creer.
Según la doctrina católica, en la que fui bautizado y criado sin efecto religioso alguno, la fe es una gracia, un don de Dios.
Quizá el agnosticismo, la falta de religiosidad, la incapacidad de creer, también es algo que les cae del cielo a los descreídos, y que no tienen arreglo.
Los no creyentes tienden a mirar con cierta superioridad jacobina al que cree, pero la fe genuina, la invencible y llana “fe del carbonero”, debe ser uno de los grandes consuelos de la vida”.
Y después de estas concepciones en las que coincidimos. Damos a conocer también don versos, San Miguel y la Monja gitana de Federico García Lorca
SAN MIGUEL
Se ven desde las barandas, por el monte, monte, monte, mulos y sombras de mulos cargados de girasoles.
Sus ojos en las umbrías se empañan de inmensa noche. En los recodos del aire cruje la aurora salobre. Un cielo de mulos blancos cierra sus ojos de azogue dando a la quieta penumbra un final de corazones.
Y el agua se pone fría para que nadie la toque. Agua loca y descubierta por el monte, monte, monte.
San Miguel lleno de encajes en la alcoba de su torre, enseña sus bellos muslos ceñidos por los faroles. Arcángel domesticado en el gesto de las doce, finge una cólera dulce de plumas y ruiseñores.
San Miguel canta en los vidrios; efebo de tres mil noches, fragante de agua colonia y lejano de las flores.
El mar baila por la playa, un poema de balcones. Las villas de la luna pierden juncos, ganan voces
Vienen manolas comiendo semillas de girasoles, los culos grandes y ocultos como planetas de cobre.
Vienen altos caballeros y damas de triste porte, morenas por la nostalgia de un ayer de ruiseñores.
Y el obispo de Manila, ciego de azafrán y pobre, dice misa con dos filos para mujeres y hombres.
San Miguel se estaba quieto en la alcoba de su torre, con las enaguas cuajadas de espejitos y entredoses.
San Miguel, rey de los globos y de los números nones, en el primor berberisco de gritos y miradores.
LA MONJA GITANA.
Silencio de cal y mirto. Malvas en las hierbas finas.
La monja borda alhelíes sobre una tela pajiza. Vuelan en la araña gris, siete pájaros del prisma. La iglesia gruñe a lo lejos como un oso panza arriba. ¡Qué bien borda! ¡Con qué gracia! Sobre la tela pajiza, ella quisiera bordar flores de su fantasía. ¡Qué girasol! ¡Qué magnolia de lentejuelas y cintas! ¡Qué azafranes y qué lunas, en el mantel de la misa!
Cinco toronjas se endulzan en la cercana cocina. Las cinco llagas de Cristo cortadas en Almería. Por los ojos de la monja galopan dos caballistas. Un rumor último y sordo le despega la camisa, y al mirar nubes y montes en las yertas lejanías, se quiebra su corazón de azúcar y yerbaluisa.
¡Oh!, qué llanura empinada con veinte soles arriba.
¡Qué ríos puestos de pie vislumbra su fantasía!
Pero sigue con sus flores, mientras que de pie, en la brisa, la luz juega el ajedrez alto de la celosía.