Teléfono rojo/José Ureña
Aprender a equivocarse
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Con infinita ternura dedico este comentario a mi bisnieto Valentino, con apenas cuatro años. Y a su madre la psicóloga Ana Sofía, mi nieta.
Solo recordar lo sucedido ayer en mi alcoba, nos inunda los ojos. Algo intrascendente. Pero muy significativo.
Debo confiarles que los miércoles, con anuencia del geriatra Miguel Angel Ceñal. Valentino, Ana Sofía y yo, compartimos algo del día con alegría. Y alimentos, con postre.
Antes disfrutamos los tres en el jardín de la casa. Ella toma sol. El corre, brinca, salta. Chapotea en una piscina de plástico. Comete, como todos los niños, sus travesuras. Como saltar del columpio en movimiento.
Y el bisabuelo y abuelo el estar con ellos.
Ayer, como acostumbramos, a las 15.15 horas, Valentino nos acompañó al segundo piso. Su mamá y nuestra enfermera Mari Ramírez, también.
Junto a la cama, sobre el buró, como todo mundo tiene, algunos objetos en recuerdo de nuestros afectos.
Inquieto, empezó, como siempre lo hace, a curiosear. Y de pronto, accidentalmente cayó una imagen y se rompió en tres pedazos. Su mamá, como todas lo han hecho alguna vez –no olvido a doña María Teresa, mi madre—gritó:
Valentino, mira lo que has hecho. Y le asestó un ligero cuáz, que hasta yo lo sentí.
Ambos hijo y madre recogieron los tres pedazos y los colocaron en su sitio.
Ver el rostro asombrado de Valentino y la humedad en mis cuencas, nos hizo recordar a la poeta Rusia MacGregor decir: “Las lágrimas, son señal de vida”.
Al bisnieto Valentino y a la amada nieta Ana Sofía, en ese orden, nuestra gratitud, siempre.
Nos hicieron recordar que la tercera edad es simplemente una etapa más de la vida, que hay que llenar de actividad como cualquier otra.
Y absolutamente cierto que el hombre, es nuestro caso, empieza a disminuir el día en que sus recuerdos son más que sus proyectos.
Que la tercera o cuarta edad debe ser vivida con alegría para conseguir que esta prolongación sea gozosa y alegre. Y advertir que
existe gente perfeccionista en el mundo que intenta hacer todas las cosas de forma perfecta.
Lo cual puede ser una cualidad o un defecto. Debemos recordar, tener presente, que lo del todo perfecto no exista en este mundo.
Que los fracasos son parte de toda vida y el que la vive se equivoca alguna vez.
Claro que hay quienes se dedican a hacer bien un trabajo, se entregan para lograrlo bien. Pero hay también gente neurótica que vive tensa. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren terriblemente cuando las cosas quedan a mitad del camino.
Esta reflexión nos mueve a pensar que una de las primeras cosas que se debe enseñar, especialmente a los niños, es aprender a equivocarse. Porque el error es parte inevitable de la condición humana.
No se puede ser impecable a toda hora.
Al niño debe enseñarle a crecer con la convicción de que no es una catástrofe cometer un error. Y que es mucho más importante saber cómo se reponen los fallos que los que se cometan.
Hacerlo saber, al niño –o al adulto si es preciso—que el arte más difícil no es de no caerse nunca, sino saber levantarse y retomar el camino.
No ha nacido el genio que nunca fracase en algo.
Es preferible enseñar a un niño que ha roto algo a recoger los pedazos. Sin ofensas. Ni golpes. Con aliento.
Sin romperle el corazón, al adulto.