Abanico
De mis bendiciones 16
Y llegó como nuevo. Qué bueno. Sigamos en paz, por favor.
Benditos sean aquellos que entienden lo torpe caminar y la poca firmeza de mi pulso.
Antes en recuerdo de nuestras sedes.
Decía que en 1985 el sismo que hizo también temblar al gobierno de Miguel de la Madrid, derrumbó nuestra sede en el Hotel del Prado, en donde disfrutábamos de casi 300 metros cuadrados para oficinas, sala de recepción de juegos y, obvio, gran cantina y comedor.
Recuerdo que llegamos a tal hotel en Avenida Juárez en 1969. Y nos ubicaron en una oficinita de cuatro por cinco, precisamente en el primer piso. Era presidente Daniel Cadena Zepeda y el segundo Alfonso Argudín. Luego, en 1970 arribó Héctor Manuel Chávez Guzmán y yo como secretario general.
Obtuvimos, gracias al presidente Luis Echeverría Álvarez un nuevo local en el primer piso del Hotel del Prado, los trescientos metros. Pero no sólo eso, sino que dispuso que se arreglara óptimamente. Y fue Tonatiuh Gutiérrez de Fonart quien lo hizo: las pinturas originales, cantina, (los vinos que compramos nosotros) mesas para ajedrez y dominó.
Quedó hecho, como bien dijo Luis Vega y Monroy, “una chulada”.
Nos costaba el alquiler mil pesos al mes, que liquidábamos con nuestras cuotas los socios. El inmueble era del gobierno, y así siguió.
Vinieron cambios en 1976 y luego en 1982. Todo siguió igual, hasta que a “alguien” le interesó nuestro local y entonces el Director General del Banco Gubernamental, don Julio Sánchez Vargas, amigo del suscrito, en plática amable inquirió detalles específicos del Club Primera Plana, al que ya conocía muy bien.
Se enteró y ofreció prolongar el convenio en forma verbal. Pero convencí al cuerpo directivo del Club no aceptarlo, aun cuando quitaba el pago en efectivo, y suscribir un contrato. Nos daba garantía legal.
Lo comuniqué a don Julio y estuvo de acuerdo en firmarlo. Pero, no obstante que la renta era mil pesos, y así se estipulaba, don Julio, ahora sí verbalmente, eximió al Club del referido pago. Así y allí continuamos hasta el temblor.
Sigamos con nuestros asociados.
Teodoro Rentería Arróyave tuvo también presencia, importante en el seminario periodístico de 1989.
Tocó a él un tema, el periodismo radiofónico, privado y de Estado. Dijo él que no encontraba diferencia alguna entre uno y otro si en verdad no confundimos Estado con Gobierno.
Una puede ser, dijo, las radiodifusoras del gobierno y otras que crea el gobierno para el servicio del Estado. Reflexionó que puede haber engaños. Cuántas dictaduras y seudo democracias crean medios de comunicación a los que califican de Estado cuando en realidad son centros de propaganda y manipulación del grupo que detenta el poder.
Los medios oficiales del gobierno sí pueden y deben existir, siempre y cuando se presenten abiertamente. Lo grave e inadmisible es cuando están encubiertos. En esos casos se produce un grotesco fenómeno: de voceros oficiales se convierten en simples medios de propaganda, que los pueblos descubren fácilmente y rechazan de inmediato.
El problema radica, dijo Teodoro en que algunos gobiernos principalmente de facto, no se atreven a presentar a sus medios como oficiales y prefieren el encubrimiento, pensando erróneamente que con el engaño van a ganar la preferencia de lectores, radioyentes, y televidentes. Son, afirmó: medios vergonzantes.
Teodoro, no puedo olvidarlo, como tampoco José Carlos Robles, que cuando hubo el pleito entre Scherer y Azcárraga, y nos quedamos sin comentarios radiofónicos, nos invitó a participar con él en la estación de Francisco Ibarra, allá por las Lomas de Chapultepec.
Desde entonces he seguido con los Rentería, Teodoro y sus hijos Tedy y Gustavo. Hasta el día en que me decidí a tomar mi año sabático. Que concluyó en septiembre.
Retomo su ponencia y subrayo sus palabras: “El periodismo que pretende faltar a la verdad, es todo menos periodismo: es propaganda, es vicio, es manipuleo y aunque se presente como tal, no es periodismo”.
Los Rentería son hoy, concesionarios de estaciones de radio. Y mantienen, me consta, la libertad absoluta en los comentarios de sus reporteros. Exigen la verdad, la verticalidad, pero sobre todo la decencia. De eso, soy testigo, por los últimos 25 años. A ello se debe la envidia que despiertan.
Gente de primera, como el anterior, hay muchos, pero pueden contarse con los dedos de la mano.
Sigamos, entonces, con ellos. Daremos apenas una probada de sus conocimientos. Veamos, por ello, a uno también grande. Renato Leduc. Hombre qué de ser telegrafista, se convierte, con el paso del tiempo, su vida en Francia y otros países, en titán, no del periodismo, por así decirlo, sino de las letras, hoy tan devaluadas.
Podré dar a conocer trabajos, y hablemos de su poema “sabia virtud de conocer el tiempo”.
Eso me da pauta para platicar una anécdota que Renato me platicó allá en el Hotel del Prado que derrumbó el sismo del 85, antigua sede del Club Primera Plana, refiriéndose, precisamente, al adjetivo de poeta que le endilgó el presidente López Mateos, en 1962.
Estábamos con él Teodoro Rentaría, Fernando González Mora, Raúl Durán Cárdenas, Miguel Castro Ruiz, Luis Vega y Monroy, y nuestro trago.
Siempre bohemio Renato respondió alegre al seudónimo de poeta que le endilgamos.
“Miren, nos dijo, el otro día en una comida, López Mateos –nunca le dijo presidente- al entregarme un diploma, sentenció en voz alta: diploma al poeta Renato Leduc…
“Desde entonces, por decreto me designaron poeta, pero tengo, como dice el refrán de poeta nada, de loco, un poco…” Para ustedes sigo siendo Renato, a secas. Nunca cambió; escribió, comió, bebió, maldijo, disfrutó de sus amigos que lo felicitábamos cuando recitaba un verso en francés, idioma que dominaba, en donde habla de un trenecito que sale de la estación para llegar al destino final.
Lo ponía como ejemplo para recordar la función del hombre.
Ecutté, Ravelo. –En español maestro, le dije. Qué maestro ni que la chingada, respondió. Óyelo en la lengua de Unamuno.
“Con la mujer hay que viajar. Bajar en las estaciones. Volverte a subir, cuantas veces se detenga el ansia; volverte a bajar y subir, hasta que, por último, llegues al final… Entendiste, ¡carajo!…” y soltó la carcajada.
Ahora que estoy con Renato vale la pena dar a conocer algunos párrafos de su novela “El Corsario Beige”, publicada en 1940, y reeditada, con otros cuentos, poemas y trabajos del mismo por el Club Primera Plana en 1977.
Entre paréntesis, rememorando la venta de aquel libro, el de 1977, “obras escogidas” Renato Leduc, la editorial le entregó un cheque por 35,000 pesos. Renato, sorprendido, le pidió al padre de Jesús Robles, entonces administrador del Club:
“Corre al banco y cámbiamelo. Nosotros te esperamos en el Bar Montenegro, (antaño en la planta baja del hotel del Prado, sede, entonces del club).
Llegó con el dinero en billetes y parte de la noche, Renato y sus amigos, que eran varios, acabamos con la primera utilidad que tuvo del libro.
Al día siguiente, Renato, como siempre, llegó al mediodía al Club, saludó a quienes allí estábamos. Y sin más, pidió al señor Robles, hoy jubilado del Club, una copa, para alcanzarnos. “Y del cheque”, le preguntamos, ¿cuánto quedó? Sólo el recuerdo y la gratitud de los meseros bien gratificados, respondió con la misma sencillez de siempre.
Ese era Renato.
Le pedimos, entonces, que nos cantara su tiempo perdido. O que lo recitara.
Enmohinado repitió: “no canto, no recito. Si quieren se los repito. Y eso porque estoy, como ustedes comprenderán, poco cocido. Vaya: crudo.”
Sin más, por así decirlo, nos lo deletreó:
Aquí se habla del tiempo perdido
que, como dice el dicho,
los santos lo lloran
Sabia virtud de conocer el tiempo;
a tiempo amar y desatarse a tiempo;
como dice el refrán: dar tiempo al tiempo.
que de amor y dolor alivia el tiempo.
Aquel amor a quien amé a destiempo
martirizó me tanto y tanto tiempo
que no sentí jamás correr el tiempo,
tan acremente como en ese tiempo.
Amar queriendo como en otro tiempo
-ignoraba yo aún que el tiempo es oro-
cuánto tiempo perdí –ay- cuánto tiempo.
Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,
amor de aquellos tiempos, cómo añoro
la dicha inicua de perder el tiempo…
Pero, ya encarrerado, para satisfacción de él y de todos, nos recetó, luego de un coñac que le acercó Vega y Monroy, una moraleja. Digo, la moraleja de todo esto osease la manera como, a juicio del autor, ha de estarse el hombre de buen vivir y savoir faire:
Como el señor,
como el señor del Buen Despacho que era
un amigable y buen componedor
en los tumultos de la primavera.
Como el cine que afoca
a los novios penumbra placentera
mientras chicle permutan boca a boca
y les tiemblan las piernas, en tijera.
Como la dulce, la plateada luna
que perdió sus virtudes de planeta
una por una
en abyectos oficios de alcahueta.
Como la madre de la bailarina
que da a prócer rufián pública y quieta
posesión; y da la esquina
al insolvente amor de hija coqueta.
Como aquellos que salga lo que salga
quieren a todas luces explicar
la condición sedeña de una nalga,
de Dios la esencia y el color del mar…
Vender la vida en más de lo que valga
¿polvo de oro…? ¿colmillos de elefantes…?
y la raída indumentaria hidalga
vender cuanto antes…