Escenario político
De mis bendiciones 22
Benditos sean aquellos que me hacen saber que soy querido,
respetado y que no estoy solo
Tengo que regresar a mi Club, mi querido club. Y tomo como referencia los artículos transitorios de 1984, en donde hacen mención al acuerdo de la asamblea extraordinaria del 16 de mayo de 1972, que crea la Unidad Campestre del Club Primera Plana, de la que fui yo el primer presidente y quien la recibió, 55 lotes, de un amigo muy querido: el profesor Carlos Hank González y de su esposa doña Guadalupe Rhon de Hank. Lo pongo por escrito para señalar el motivo de la Unidad. Referirlo, porque fui el responsable de este fraccionamiento de cincuenta y cinco lotes enclavado en Santiago Tianguistengo, que nos donara el matrimonio referido.
Debo hacer la historia. Es de gente bien nacida reconocerlo. Veamos:
No olvido que Hank González y yo nos conocimos en 1958. Fue Julio Ernesto Teyssier, reportero de Novedades, quien nos presentó. El profesor empezaba su carrera política como diputado. Ambos acudíamos al deportivo que estaba en el Hotel de los Alemán, en Reforma e Insurgentes. Y nadábamos en una pequeña piscina, luego de ejercitarnos en el gimnasio. Allí, con las pesas en la mano, Teyssier nos encontró. “Mira Carlos, me dijo, es el maestro Hank González, del Estado de México, en donde vives… Pues mucho gusto, nos dijimos y seguimos nuestra práctica deportiva.
Pasó el tiempo y seguido coincidíamos. Nos hicimos amigos y nos “tocayeábamos”. Como reportero de Excélsior seguí mi profesión y él como político, la suya.
Fue un día en que casualmente leyera un cuento sobre la navidad, escrito por mí, que me habló para saludarme. Y desde entonces, hasta que falleciera, nunca dejó de felicitarme –y yo a él- el 4 de noviembre y el 24 de diciembre.
“Lo leyeron en casa, me dijo, y a todos nos encantó…
Aún lo recuerdo, porque hablé de mis padres, María Teresa y Guillermo. Y varias sobrinas mías, nietas de ellos. Le puse como título “Cuando el Pino tuvo luz”. Vaya, el porqué del Árbol de Navidad.
Me gustaría hoy que alguien lo leyera. Creo que gustará.
“María Teresa, venerable mujer octogenaria rodeada de numerosos nietos y acompañada de Guillermo, su fiel compañero de toda la vida, refunfuñón, pero afable, hablaba sobre los Reyes Magos. Aquellos que adoraron al Niño Dios en su pesebre y lo colmaron de regalos. “Oye, Abuelita”, alcanzó a decir Marina, “¿por eso es que se ponen los nacimientos cada año? Claro. Por eso, como símbolo de la natalidad del Hijo de Dios. Recorrió de nueva cuenta la historia, que año con año, primero con sus numerosos vástagos, y luego, ahora con sus nietos y bisnietos, repetía, con pequeñas modificaciones, para hacerlo más espectacular. Soslayaba, intencionalmente, al árbol de Navidad, el pino común y corriente porque, decía entonces, era costumbre ajena a nuestra idiosincrasia.
Ese día, frente a la chimenea, a las 24 horas del 24 de diciembre, luego de haber arrullado al Niño Dios y acostarlo, dormido, en el pesebre de aquel nacimiento conformado por figuras de barro, sin faltar su lago artificial y patos sobre él, María Teresa escuchó, fuera de la costumbre, una pregunta más.
Ahora hablaba con tranquilidad la más chiquitina del grupo, Mercedes, yucatequita hermosa, de ojos azules y rubia cabellera, “Y por qué no nos platicas sobre el árbol de Navidad? Míralo, está más bonito que el nacimiento”. Con ojos de fuego, ese fuego que emana de los niños sanos, pero ofendidos, Nachito se adelantó a la abuela; eso no se pregunta Merci. Y menos aquí”.
Guillermo, con sus antiparras a media nariz, volvió el rostro para ver a su compañera. Tenía curiosidad por conocer la respuesta. Una respuesta jamás oída.
Pasó su mano por la gran calva. Y sonrió maliciosamente a su mujer, quien ágil se percató de la intención de su marido. Y la obligación de responder.
Los nietos, veinte, treinta, miraron a la abuela, atracción principal esa noche. La única en el año en donde ella se imponía a sus hijos para que los nietos aguardaran la madrugada. Tranquila para calmar la algarabía de los chiquillos, movió sus manos, acomodó su peineta en el albo cabello y, por fin se decidió a hablar del Pino de Navidad.
Los mismos hijos, que otrora con sus cuentos no prestaban atención, lo hicieron interesados. María Teresa iba a dar una explicación contra todos sus principios. Enmudecieron. Dejaron las copas en la mesa y se acomodaron entre los nietos y bisnietos, algunos de estos casi dormidos.
Miren ustedes, les dijo la abuela, es cierto. Y su historia es verdaderamente interesante. Nadie hasta ahora, la ha conocido, pero yo, para ustedes, que se han portado bien, ¿verdad Teresita?, se las voy a referir. Es tiempo creo, de que se sepa.
En efecto, hace muchos, muchos años, cuando María la Virgen trajo al mundo al Niño Dios en un humilde pesebre, porque nadie quiso darle posada y sólo algunos animales se compadecieron de ella, afuera, en donde quedó atado a un burro, el pino estaba pendiente de todo, sin abrir la boca.
Nació el hijo de Dios. Y comenzó la Virgen a recibir parabienes. Primero la vaca, luego el buey, más tarde el burro y posteriormente los campesinos. El Pino, en tanto, seguía expectante. No había regalos. Sólo buenas intenciones. De vez en vez, la fronda hacía reverencias que pasaban inadvertidas. Por más que el Pino quería significarse, nada podía hacer. No podía llamar la atención de manera alguna y comenzó a llorar resina.
A lo lejos se perfilaron las figuras de un camello, un caballo y un elefante. Sobre ellos tres personajes. Uno de ellos, Baltasar, de brillante tez oscura, como la obsidiana. Otro, sobre el camello, Gaspar, de blonda barba rubia. Y el último, Melchor, con el cabello hirsuto y negro como azabache. Los tres, guiados por la luz de una gran estrella, llevaban regalos: Mirra, aceite y oro. Y así, ante la impotencia del Pino que seguía derramando lágrimas de resina, porque, salvo su sombra, nada más podía dar al Niño Jesús, los tres Reyes Magos, rindieron pleitesía a la hermosa criatura de María la Virgen.
Los nietos y bisnietos, abrazados de sus padres, expectantes, argüían a la abuela María Teresa a seguir su narrativa. Ella no lo ignoraba y siguió.
El pino, que ya para entonces, había limpiado su follaje con una lluvia, alzó su rostro al cielo e imploró en silencio al Señor un medio para hacer presente su felicitación a su Hijo. Recuerda, le dijo, que todos se entregan regalos, pobres, ricos, pero regalos al fin. Yo he sido testigo del parto. Le he dado sombra. De mi resina hicieron fuego para calentarlo, pero soy tan pequeño no obstante mi tamaño, que pasó desapercibido. Ayúdame Señor. Tú me diste la vida. Y quiero corresponder con Tu Hijo. No sé cómo. Pero ayúdame. Y nuevamente el Pino, aquel frondoso verde inmaculado, volvió a llorar resina.
Sólo el Pino lo escuchó, porque el Señor le habló, con voz melodiosa y tierna, para decirle: “Conozco lo que has hecho. Eres noble porque inclusive poca agua necesitas para vivir. Tu fronda aromatiza la cuna de mi Hijo y le da sombra en el día. Mira el firmamento y notarás miles de estrellas. Quiero premiarte, y en adelante, en esta época de todos los años, esas estrellas se posarán en tu follaje, para que con su luz multicolor, apoyadas en ti, Pino, alumbren el pesebre en donde ha nacido mi Hijo. Hasta arriba del Pino, la estrella maestra que guio a los Reyes Magos para que adoraran al Niño Dios, se posó delicadamente como toque mágico y bendición final.
Creo que fue buena interrupción. Sigo hablando del Club Campestre.
Al correr del tiempo, la amistad con mi tocayo fue acrecentándose. Él subió como la espuma. Y yo seguí como su amigo. Así, a secas. Nos invitaban a su rancho Don Catarino, allá en Santiago Tianquistengo Carlos y doña Lupita, su esposa, a comer algún domingo. En uno de ellos coincidimos Bety y yo con el entonces rector de la UNAM don Pablo González Casanova, y su esposa. Gente linda.
Lo invité yo, en reciprocidad, a conocer el Club Primera Plana, entonces en el vestíbulo del Hotel del Prado, en Reforma, al que el temblor del 85 tiró. Luego él, a los socios del Club, apenas éramos cincuenta –todos jefes de redacción, secretarios de redacción y jefes de información. No había directores- nos invitó a comer al rancho.
Allí, al aire libre, nos sirvieron la comida. Pero antes, unos abrebocas, varias copas. Y durante ella, vino tinto. Al fin, don Pepe Pérez Moreno a nombre de todos los que allí estábamos, y de común acuerdo antes, agradeció el ágape. Lo hizo espléndidamente, que yo, como siempre indiscreto, lo atribuí al buen vino dado por el Tocayo. Lo hice en voz alta, lo que hizo reír a todos, incluso los anfitriones y el mismo, e inteligente, don Pepe Pérez Moreno –autor, entre paréntesis de “El Tercer Canto del Gallo”, premio Ciudad de México 1956, y que narra una época crucial de México en la que se produjeron grandes transformaciones, fruto de dramáticos conflictos en el país-. Y esto obligó a todos a brindar por los Hank González, por Jorge Pérez Moreno y, claro por el vino.
Esto me trae el recuerdo de Salvador García Ramos, el ya fallecido bardo del “Diario de México” y una anécdota que narró su jefe Enrique Novelo Galindo y que cae como anillo al dedo.
Resulta, dicen, que un día en la cantina La Mundial, de Bucareli, llegó el poeta, crudo, y se acercó a la M-3 –mesa reservada para la gente de la casa Excélsior-. (Allí se reunían Carlos Velasco, Jorge Davó Lozano, Fernando Alcalá Bates, Eduardo Martínez, José Manuel Jurado, Ángel Villalvazo, Jorge Uriza, Lázaro Montes y a veces el ingeniero Gustavo Durán de Huerta) y pidió un trago, porque andaba sin plata, adujo. Enseguida le propusieron:
“Tu cuba aquí está, en la mesa”. Y se la sirvieron, pero le pusieron la condición para que la tomara: Hacer un verso, sin esfuerzo, porque presumía de bardo y sus poemas decían, nada valían.
Ni tardo ni perezoso soltó al grupo:
“Si mis versos nada valen
Y poeta no nací,
Brindo porque me la jalen
Todos los que están aquí…”
Y zas, se la empinó, ante las carcajadas, aplausos y algarabía no sólo de los que ocupaban la M-3, sino del resto del bar de Serafín.
Hank González y el Club se hicieron amigos. Estrechos. Y las invitaciones fueron mutuas. Una vez que con él, ya Gobernador del Estado de México, visitábamos el Oro, una ciudad en la entidad, alguien del grupo afirmó: “Cómo nos gustaría vivir aquí sábados y domingos…”
Al poco rato, en el autobús, de regreso, Hank González preguntó: “¿De verdad les gustaría construir en El Oro?”. Por supuesto, contestamos todos. “Déjenme ver cómo le hacemos para conseguir sus terrenos”, prometió.
Entonces este metiche preguntó: “Tocayo, por qué mejor, por donde tienes tu Don Catarino. Sería posible? Está más cerca de la ciudad –El Oro, está delante de Atlacomulco, allá donde José Carlos Robles tiene su rancho-. Santiago Tianquistengo, a 50 kilómetros del D.F. Quedó pensativo el profesor y respondió: “Déjenme pensarlo… Y lo pensó una semana, porque a los ocho días, me llamó y nos dio la agradable sorpresa.
“Hablé, me dijo, con Guadalupe –su esposa- y estuvo de acuerdo en ceder al Club Primera Plana un lote de 250 metros para cada socio”. Lo transmití a Daniel Cadena Zepeda, a Alfonso Argudín, a Javier Álvarez, tesorero, y a Héctor Manuel Chávez, entonces presidente del Club, quien lo sometió a la asamblea que aceptó el ofrecimiento, el regalo desinteresado, de nuestro amigo.
Nos invitó a conocer el terreno, frente a su rancho, pasando la carretera y con una extensión de casi cuatro hectáreas. Un paraíso, pero en bruto.
Ofreció, y cumplió, urbanizar el terreno. Fue el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, premio Belisario Domínguez que entrega el senado cada año a un mexicano ejemplar, quien dedicó tiempo, esfuerzo, talento, para crear en el enorme terreno, un fraccionamiento, con todos los servicios y el nombre que aún conserva: “Club Campestre Primera Plana”.
Una vez concluida la urbanización, con una calle en forma de herradura y dos entradas, Hank González volvió a invitarnos a su rancho a comer. Allí, en presencia de doña Guadalupe, se sortearon los lotes a efecto de que no hubiera preferencias. Así se hizo. Cincuenta socios quedaron con lote. Cinco más, pasaron a ser propiedad absoluta del Club, para el casino y club.
Ofreció aún más en presencia del notario Claudio Ibarrola, que las escrituras corrían por cuenta del matrimonio Hank Rhon. Y así nos hizo el profesor, sin pedir nada a cambio, propietarios de un bello fraccionamiento que aún existe. Pero hay más.
Cuando el entonces secretario de Recursos Hidráulicos el ingeniero Leandro Rovirosa Wade Ravelo se enteró de nuestra propiedad, hizo un ofrecimiento a través de su jefe de prensa Guillermo Flores Bastida, también socio del Club: ayudar a construir una barda perimetral, con dos arcos, monumentales, para las entradas. Siguen allí y dan seguridad y bienestar a los periodistas y a sus familias.
Hoy en día existen en el Distrito Federal dos colonias para periodistas. La primera en Lomas de Sotelo, que la construyó el gobierno de Miguel Alemán; la segunda en Narvarte, construida en tiempos de Adolfo Ruiz Cortines. Y la tercera, en Santiago Tianquistengo que montó el maestro rural Carlos Hank González.
A él, ya fallecido, nuestro respeto. A ella, nuestra gratitud.