Descomplicado
De mis bendiciones 26
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Hoy que salió a relucir el Castillo de la Pureza, alguien en la
Suprema Corte tuvo la ocurrencia, al ver que el edificio de Pino Suárez
tenía una grieta y albañiles la componían, de hacer el siguiente
comentario.
“Por descuido o por malicia esta casa se desquicia. Pero, ¿a
quién cabe en su sano juicio hacer tan grande edificio para tan poca
justicia?…
Benditos sean aquellos que aún me alientan
No sé si setenta y ocho años sean muchos o pocos.
Seguramente felices según se vean. Pocos para quien ha vivido
alegre la vida. Con tropiezos y estímulos. Más los primeros, que los
segundos. Pero aquellos hicieron grandes a los segundos. Quienes
ven la vida con optimismo. Quienes le piden a Dios, pero trabajan. No
los que prenden velas y se sientan a esperar el milagro. Ese, ya no
existe. Siempre el Ser Supremo ha ayudado a quien se ayuda. Mucho
a unos, menos a otros, pero siempre a todos los que se esfuerzan.
Por qué expreso esto. Sencillo.
Hablo de mí. Tengo, sí 78 años. Sesenta y uno en la profesión
periodística, 54 de feliz matrimonio con Bety, la madre de mis cuatro
hijos, y abuelos de 10 nietos, bisabuelos de dos. He trabajado desde
que tenía 13 años. Cursé en el Cristóbal Colón, en Sadi Carnot 26, mi
primaria. Y luego, en la Academia Militar México, así se le llamaba,
dos más, de la que salí para ingresar en una herrería, del maestro
Pacheco, en la Colonia de los Doctores, como castigo por mi bajo
rendimiento en la escuela.
Aprendí a valorar el esfuerzo, cuando la primera semana recibí
dos pesos, como pago por golpear fierro y pintar barrotes. No olvido
que estaba muerto de cansancio, pero feliz de cumplir. Mi madre,
María Teresa, como todas las madres, se apiadaba de mí, pero no
convencía a mi padre Guillermo, de terminar mi castigo. A ambos les
agradezco sus decisiones. A ella, insisto como todas las madres del
mundo, por defenderme, ayudarme y darme más cariño que a mis
hermanos que aún iban a la escuela.
Debo referir que mi padre Guillermo y mi santa madre María
Teresa, que cumplieron setenta años de casados, tuvieron diecinueve
hijos. De ellos, vivimos juntos doce. Hoy sólo somos diez. Falta
Rebeca y Nacho.
Reflexiono y me pongo a pensar que sólo con trabajo, mucho trabajo,
don Guillermo pudo proporcionar casa, vestido, sustento y educación a
esa prole. Un solo dato extra. En la mesa, por la noche, se ponía un
canasto con pan dulce y bolillos, para todos. Y botellas de concentrado
café, para dar sabor y color a la leche que consumíamos.
Pero siempre, hubo alimento, pero más el espiritual por disciplina
de mi madre. De allí nació nuestra fe, que nunca ha faltado. Mi mamá,
como dicen ahora, era ama de casa y la ayudaba su madre Nacha.
Mi padre, don Guillermo, recuerdo, fue secretario particular de
don Agustín Legorreta, en el Banco Nacional de México, allá en
Venustiano Carranza e Isabel La Católica. Fue más adelante Gerente
en varias sucursales del banco.
Se retiró en 1943 y fundó la Encuadernación Colón, en San
Pedro de los Pinos, luego de que para ello vendiera su casa de la
Colonia Del Valle, Cerrada San Borja 49, en 28 mil pesos. En esta, se
estilaba, nacimos Tete, Guillermo, Rebeca, yo, Héctor, Ernesto, Lupe y
Gustavo.
En San Pedro de los Pinos, Eduardo, Nacho y Mauricio. Y en la
Guadalupe Insurgentes, Marinita. Los otros siete nacieron y murieron
durante la Revolución. Eso me dijeron. ¿Serían insurrectos o
rebeldes?
No olvido que durante una comida del Club Primera Plana, al
escuchar que un invitado tenía trece hijos, y para hacerle una pregunta
sobre su trabajo, referí una anécdota que un querido compadre, el ya
extinto contador Pedro García Coronado, originó, al conocer a mi
papá: “Don Guillermo, le dijo: al conocer a su familia ya sabemos en
qué trabaja de noche. Díganos en qué labora de día…
“Mi padre, que disfrutaba del humor y la ironía, sonrió y le dijo,
“hoy, solamente leo…”
Tengo presente, porque ví en TV el desfile del 16 de septiembre,
cuando yo también desfilé con la Academia Militar México, uniforme y
fusil. Fueron las cuatro primeras horas, de sufrimiento. Y las siguientes
dos, de gloria.
Me explico. A las 7 de la mañana del 16 de septiembre de 1943,
salimos de Parque Lira 170, Tacubaya, en camiones de La Academia
al punto de reunión para integrarnos a las 11 a la marcha. Nos tocó,
no olvido, la calle de Aldaco. Tres horas en posición de descanso, con
fusil de siete kilos. No aguanté, caí de bruces.
Tenía, recuerdo, 13 años. Me recuperé totalmente media hora
antes de comenzar el desfile. Y “mi” cabo ordenó: “cadete Ravelo,
regrese al autobús…”
Claro que no le hice caso. A fuerza tenía que desfilar, demostrar
a mis padres que su esfuerzo por comprarme el uniforme de gala, las
botas, y la gorra de lujo, no había sido en balde. Mi fusil lo llevaba
Rojano, un compañero que llegó tarde. Me junté a él y musité: “me
pongo al final de la columna, como reemplazo. Me avisas si te sientes
mal…” y así comenzamos.
En Pino Suárez, antes de llegar a Palacio, en donde el general
Manuel Ávila Camacho contemplaba al contingente, Rojano, pidió
ayuda para amarrarse un zapato. Tomé el rifle. Me integré al cuerpo
de cadetes. Y cuando Rojano me pidió el fusil, le espeté, “nada más
pasamos por Catedral y te lo doy…” Y no obstante su iracundia, tuvo
que aguantarse.
Orondo, fresco y gallardo pasé, con fusil al hombro, frente a mis
padres que, afuera del edificio de la calle de Pino Suárez, estaban en
espera mía.
Fue apoteósico el recibimiento en mi casa de Avenida Primero de
mayo 202, San Pedro de los Pinos. Pero hasta hoy platico la
anécdota, porque acabo de ver en el periódico lo que aconteció a dos
oficiales mujeres en la entrega de reconocimientos en Campo Marte.
Me acordé, de inmediato, lo que me pasó. Y el arresto que al día
siguiente me aplicó el “sargento” Briones, por haberme desmayado
antes del desfile y haber desfilado sin fusil al hombro.
Allí estuve, arrestado en la guardia que un coronel Aniceto
atendía. Fueron dos noches y tres días. Pero mi comportamiento, lejos
de ayudarme, originó que me obligaran a desertar ante la aflicción de
mis padres.
Meses después entré a trabajar en el Banco General de
Capitalización de San Juan de Letrán 11. Tenía, repito, 13 años. Allí
conocí a gente muy bonita, sobre todo muchachas –puedo hablar de
María Eugenia Montes de Oca, Luz María Martín del Campo, su
hermanita; Ticha Barba, Laura Huidobro- pero también compañeros
como Francisco Aspe, Mario Magallón, Román Paz, Luis Díaz
González, luego mi compadre, por su hijo Pepe.
Allí duré poco tiempo, pues el gerente don Julio Novoa no aceptó
que yo viera más de lo debido a su secretaria Luz María, y ni tardo ni
perezoso, le pidió al cajero don Jesús Mutio que me liquidara. Recibí
450 pesos, con lo que compré mi primera bicicleta y fui a rodar por
todo el Distrito Federal, hasta que, por desgracia una automovilista
mujer, acabó con mi entusiasmo. Aclaro, rompió mi bicicleta. Con lo
otro nunca.
Ante mi desocupación mi amigo Román Paz, terratenientes sus
padres en San Juan del Río, me invitó a pasar allá unos días. Juntos
nos trasladamos en ferrocarril. Casi seis horas. Salimos de Buenavista
a las 6 horas y llegamos a las 12. Me alojó en una casita de la
principal calle de la población, (junto a la casa del periodista Joaquín
Villasana y Alonso) en donde, en cama con sábanas de lino dormí.
Algo, para mí, inusual. Aprendí, como lo sigo haciendo hoy, que
siempre hay algo nuevo y de lujo.
[email protected]