Eliminar autónomos, un autoengaño/Bryan LeBarón
Gratificantes recuerdos
Nos hablan de nuestras fuerzas armadas. Del pasado y del presente. Y reproducimos algo, con permiso de los tres autores.
Totalmente cierto. Nadie lo puede negar.
Porque el apoyo de las Fuerzas Armadas en la transformación de México ha sido fundamental y estratégico.
El señor que habita Palacio Nacional, con su familia. Nos dice:
“Expreso mi reconocimiento sincero y fraterno a las Fuerzas Armadas.
Sin la lealtad de las secretarías de la Defensa y de Marina y sin su entrega al pueblo, no tendríamos los mismos resultados en seguridad, en desarrollo y en bienestar.
Con las Fuerzas Armadas ayudamos a la población afectada por huracanes, inundaciones, temblores, incendios y otros siniestros, y con ellas –con las Fuerzas Armadas– contenemos a la delincuencia organizada e impulsamos la reconstrucción de la seguridad y de la paz en las regiones del país más afectadas por la violencia delictiva.
Con personal militar se cuidan las instalaciones estratégicas de la nación, se evita el robo de hidrocarburos; se enfrenta el contrabando, se persigue la corrupción en los puertos y se defiende la soberanía; se protege a migrantes.
Y, por si fuera poco, las Fuerzas Armadas nos ayudan en la construcción de obras de infraestructura para el desarrollo del país.
Recordemos que sin los ingenieros militares y marinos no estaríamos en este proceso de construcción de obras y servicios, de acciones tan relevantes como el dragado o desazolve de ríos, la limpieza de playas, la construcción de canales, las sucursales del Banco de Bienestar, los cuarteles de la Guardia Nacional, los viveros para las plantas del programa Sembrando Vida, el manejo de la logística y la distribución de las vacunas contra el Covid.
Sin su ayuda no habríamos podido realizar la tarea de reconstrucción o terminación de hospitales que el régimen neoliberal dejó abandonados o a medio construir.
El apoyo del personal de salud de la Defensa y de Marina ha sido fundamental para hacer frente a la pandemia, pero también para emprender la construcción del Tren Maya, el nuevo aeropuerto de Tulum y el aeropuerto Felipe Ángeles en Santa Lucía.
Adicionalmente, nuestros institutos castrenses han participado en la transformación de la antigua prisión de las Islas Marías en centro cultural, ecológico y turístico.
En fin, el apoyo de las Fuerzas Armadas en la transformación de México ha sido fundamental y estratégico.
Sin duda no habríamos podido enfrentar a la delincuencia y garantizar la seguridad de los ciudadanos con la extinta Policía Federal, que estaba podrida casi por entero, como lo prueba el hecho de que uno de los anteriores secretarios de Seguridad Pública permanece en la cárcel en Estados Unidos, acusado de asociación delictuosa y lavado de dinero.
Habría sido imposible ejecutar las obras públicas en curso con empresas constructoras mal acostumbradas.
Mejor dicho, acostumbradas al influyentismo, la irresponsabilidad y la corrupción, y con una secretaría de Comunicaciones, Obras y Transportes que había quedado reducida a una mera oficina para la entrega por consigna de contratos a empresas predilectas del país o del extranjero.
Las acusaciones de que estamos militarizando al país carecen de toda lógica y, en su mayoría, de la más elemental buena fe.
No se ha ordenado a las Fuerzas Armadas que hagan la guerra a nadie.
No se les ha pedido que vigilen u opriman a la sociedad, que violen las leyes, que coarten las libertades y, mucho menos, que se involucren en acciones represivas o violatorias de los derechos humanos.
Por el contrario, en esta nueva etapa, la generosa y decisiva participación de nuestros soldados y marinos en acciones de desarrollo, bienestar y paz es refrendo de su lealtad a las instituciones civiles. Esa participación, además, contribuye a dejar atrás la distancia y hasta la desconfianza entre civiles y militares que se generó por las decisiones erróneas y perversas de los anteriores gobernantes.
Por eso reitero mi reconocimiento a esas dos importantes instituciones del Estado mexicano; la Secretaría de Marina y la Secretaría de la Defensa Nacional”.
Y ahora sobre la renuncia de Porfirio, “El César”, no Muñoz Ledo, hace 110 años nos comenta, con el mismo entusiasmo que el anterior, don José Antonio Aspiros Villagómez
“El próximo 25 de mayo se cumplirán 110 años de que el Héroe del 2 de abril, general Porfirio Díaz Mori, renunció a la Presidencia de México al cabo de tres décadas de ejercer el cargo.
Más del doble de tiempo que Benito Juárez (14 años y medio), quien tampoco quería ceder el mando del país, pero “supo morir a tiempo” según el escritor liberal Juan Antonio Mateos Lozada (1831-1913), antepasado del que fuera gobernante en 1958-1964, Adolfo López Mateos.
La toma de Ciudad Juárez por los revolucionarios en 1911 fue determinante para la renuncia de Porfirio Díaz y el fin del Porfiriato, un controvertido periodo histórico que sirvió como extenso puente entre el agitado siglo XIX mexicano y el cruento nacimiento del México moderno.
En mayo de aquel año se produjeron en serie sucesos como la renuncia anticipada del vicepresidente Ramón Corral (día 4); la ruptura de las pláticas de paz en Ciudad Juárez (día 6); una negativa inicial de Díaz a dejar el poder (manifiesto del día 7); la decisión de Francisco I. Madero de ir hacia el sur del país por considerar imposible atacar Ciudad Juárez (día 7); la determinación de Pascual Orozco y Francisco Villa de ignorar a Madero y emprender la exitosa ofensiva (día 8) y la capitulación de los federales (día 10) que dio lugar a la firma de los Tratados de Ciudad Juárez (día 21).
Esos Tratados incluyeron la renuncia de Díaz y Corral (aunque este ya la había enviado al presidente desde París “para que sea presentada y aceptada a la vez que la de Ud., según convenimos”), licenciar a las “fuerzas de la Revolución” y el interinato de Francisco León de la Barra en la Presidencia, y de manera implícita también el cese de Madero como presidente provisional, cargo que había asumido el día 11 en apego al Plan de San Luis.
La dimisión era esperada desde que se firmaron los Tratados de Ciudad Juárez, pero no se producía. Según Juan A. Mateos, quien en La majestad caída llama “El César” a Porfirio Díaz, los diarios del 24 de mayo aseguraban que esa tarde llegaría la renuncia a la Cámara de Diputados y, al no ser así, la gente se amotinó en las calles y causó los mencionados daños materiales.
El presidente estaba en su casa y no se resolvía. Sus ministros le pidieron firmar la renuncia y no lo hizo.
“El César no quería aquella depresión de su orgullo y guardaba silencio”.
Entonces las señoras de la familia también se lo suplicaron y fue cuando Díaz “tendió la mano, mojó la pluma y trémulo de emoción puso su firma en el documento que sería enviado a la cámara popular, y arrojó la pluma”. Así imaginó Mateos el episodio.
La doctora en Historia Iliana Quintanar Zárate nos recuerda que Díaz había renovado casi todo su gabinete en pleno fragor revolucionario, y el 7 de mayo de 1911 mediante un manifiesto convocó al pueblo a tomar las armas en defensa del orden público, y anunció que “se retiraría cuando su conciencia se lo dictara”, pero los nuevos ministros consideraron que la renuncia del presidente exigida por Madero “era absolutamente necesaria” para evitar más derramamiento de sangre y, “sobre todo, la intervención de los Estados Unidos”, temor que también había expresado Corral en su renuncia.
En el pliego con su dimisión, que los diputados recibieron y aprobaron el 25 de mayo de 1911, don Porfirio expresó “con todo respeto” que aquel pueblo que “tan generosamente” lo había “colmado de honores” y proclamado “su caudillo durante la guerra internacional”, ahora estaba “insurreccionado” por su “presencia en el ejercicio del supremo poder ejecutivo”.
Y aun cuando aseguró no conocer “hecho alguno imputable (a él) que motivara este fenómeno social”, había decidido “dimitir sin reserva el encargo de presidente constitucional de la República” con que lo había honrado “el voto nacional”.
Dijo en su texto que lo hacía así, porque para retener la Presidencia “sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la nación, derrochando sus riquezas, cegando sus fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales”.
Pero expresó a los diputados su esperanza de que “calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución”, habría “un estudio más concienzudo y comprobado” –de su gestión, se intuye–, así como “un juicio correcto” de parte de la “conciencia nacional”, que le permitiera “morir llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas”.
Seis días después emprendió junto con su familia el camino al destierro y murió en 1915 en París, donde aún permanecen sus restos porque el “juicio correcto” sobre su lugar en la Historia no ha llegado. Había nacido en Oaxaca en 1830, fue un héroe militar y gobernó a México desde noviembre de 1876 tras el triunfo del Plan de Tuxtepec que desconocía al presidente Sebastián Lerdo de Tejada, hasta aquel 25 de mayo de hace 110 años, salvo el cuatrienio 1880-1884 en que ocupó el cargo el general Manuel González.
Y, por último –los últimos siempre serán los primeros– la contribución del abogado Jorge Alberto Ravelo Reyes. Con el Diario Oficial de la Federación que informa que el viernes 21 de mayo es aniversario de la muerte de Mariano Escobedo.
EN 1902 Mariano Antonio Guadalupe Escobedo de la Peña nació el 16 de enero de 1826, en la villa de San Pablo de los Labradores (hoy municipio de Galeana), Nuevo León.
En su juventud se dedicó a la arriería, el comercio y la agricultura, hasta que en 1846 se alistó como soldado raso en la Guardia Nacional, para combatir a los invasores estadounidenses. Participó en varias acciones de guerra, entre las que destacó la Batalla de la Angostura.
Al término de la guerra se retiró a la vida privada, pero al estallar la Revolución de Ayutla volvió a las filas del ejército, organizando en su población natal una compañía que comandaba con el grado de capitán y que incorporó a las fuerzas de Santiago Vidaurri.
Derrocado el dictador Antonio López de Santa Anna, Escobedo continuó en el servicio de las armas combatiendo a los indios bárbaros de la región neoleonesa.
Durante la Guerra de Reforma peleó en el bando liberal, distinguiéndose en varias acciones.
Ascendió al grado de coronel. Por su destacada participación en la batalla del 5 de mayo de 1862, fue ascendido a general de brigada.
Hacia 1865, Escobedo había ganado, por méritos propios, el reconocimiento como uno de los jefes militares más importantes del bando republicano, por lo que Benito Juárez lo nombró comandante en jefe del Ejército Republicano del Norte.
Durante el verano de 1866, las fuerzas de Escobedo controlaron los estados del noreste, obligando a los franceses a replegarse. Escobedo ocupó San Luis Potosí e informó al gobierno juarista que en Querétaro se habían concentrado Maximiliano y sus principales generales.
Sobre esta ciudad confluyeron los principales ejércitos republicanos.
Escobedo fue nombrado comandante supremo, obteniendo la victoria definitiva tras dos meses de sitio, el 15 de mayo de 1867.
Triunfante la República, Escobedo alternó entre la política y la milicia. Fue gobernador de Nuevo León y San Luis Potosí y diputado y presidente de la Suprema Corte Militar.
Con la gratitud a los tres por esta lección cívica.