Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Mejor morir de viejos. Salud
Un preludio antes de entrar en “agonía”, del colega Fernando Alberto Irala Burgos, cuando advierte en sus concatenaciones sobre
Elecciones ensangrentadas
El próximo domingo tendrán lugar las que han sido calificadas
las elecciones más grandes de la historia de México.
No elegiremos presidente de la República, sí
se renovarán casi la mitad de los gobiernos estatales, las cámaras de
diputados, federal, locales y ayuntamientos de la inmensa
mayoría del país.
Ese fenómeno ocurrirá por primera vez, luego de la
adecuación de los calendarios político-electorales en muchas
entidades.
Numerosas encuestas se han encargado de ir dando cuenta de
las preferencias electorales de los ciudadanos, de manera que
aunque habrá sorpresas, como siempre, en general todos tenemos
una idea aproximada de los resultados.
Lo que tampoco había ocurrido nunca es la repetida agresión
sangrienta a hombres y mujeres que buscan el voto popular.
Varias decenas de candidatos han sido asesinados a lo largo
de las campañas, y en otras decenas de casos más se registran
amenazas de muerte y/o atentados fallidos.
No es nuevo el fenómeno. Desde la muerte de Luis Donaldo
Colosio, hace más de un cuarto de siglo, la violencia política resurgió
con fuerza creciente. Sin embargo, durante mucho tiempo se trató
de casos aislados, escasos.
Ahora, el fenómeno se extiende por casi todo el territorio
nacional; son escasas las entidades donde no se observa violencia
política extrema.
En la mayor parte de los casos conocidos, se presume la
intervención del crimen organizado, que agrede a quien no siente
sometido a sus negocios.
Lo que más preocupa es la despreocupación que desde el
gobierno federal se advierte. Que los medios enrarecen el ambiente
con sus denuncias, que se trata de sensacionalismo, de amarillismo.
¿Debemos considerar normal que en México elijamos a
quienes han sobrevivido a la violencia criminal, porque tienen suerte
o porque tienen nexos?
No, no es normal, ni debemos admitirlo. ¡Amarillismo…!
Gracias, don Fer. Salud.
Más nos entusiasma cuando el maestro y literato José Antonio Aspiros Villagómez amplía nuestros comentarios. Mismos que compartimos con orgullo.
“Estimado amigo:
El tema que aborda doña Teresa Gil y la forma como lo termina, con una referencia literaria, me recordó que en muchas de las obras que he leído ese tópico de la muerte es frecuente y a veces es la esencia del relato.
Te comparto algunos de los comentarios o apuntes que escribí al respecto, aunque no figura aquí porque nunca hice la reseña sino sólo unos esbozos, lo que sobre la muerte contiene la magistral novela de Margarite Yourcenar, Memorias de Adriano, que también disfruté.
Todo ello, al margen del tema central de los sentenciados a muerte en Estados Unidos. Salud.
Nos acompañan los muertos, Rafael Pérez Gay (Planeta, 2009).
Las vicisitudes de un hombre en su medio siglo de vida, con sus padres de 89 años, enfermos y en la decadencia propia de la edad, es presentada por el autor como un “informe”, pero se trata de un dramático relato novelado y presumiblemente biográfico, con negras experiencias de hospitales, médicos, medicamentos y caprichos de los propios pacientes, con las cuales se sentirán identificados demasiados lectores.
Una pregunta puesta en boca de su madre: ¿para qué vivir tantos años?, se percibe como el centro de gravedad de toda la obra, uno de cuyos pasajes lleva a recordar un poco a Tolstoi con La muerte de Iván Ilich.
En el recorrido por sus páginas uno se encuentra con diversas sentencias o conclusiones, no necesariamente compartibles, tales como “la necedad es la última arma de la vejez”, “los médicos son apostadores desdichados, a los que al final siempre derrota el destino”, “la vida puede ser entendida como una subasta, una gran compraventa de almas”, “nadie sabe ser anciano, nunca se aprende ese oficio”, “nadie recupera nada del pasado, salvo el dolor de lo irrecuperable”.
El narrador escribe artículos semanales, pero desconfía del periodismo, cuestiona a los nuevos periodistas que “le han vendido el alma al diablo de la imagen” y expresa su preferencia por la literatura.
Las citas sobre famosos escritores son frecuentes en este relato, lo mismo que la mención de temas tan presentes como las elecciones presidenciales de 2006 y sus inverosímiles resultados, la atropellada toma de posesión en diciembre de ese año y la casi inmediata declaración de guerra contra el narcotráfico.
O el drama de Ciudad Juárez, todo ello siempre en el mismo entorno, a veces con sus padres presentes y discutiendo.
Se coincide con el autor, por muy duro que resulte admitirlo, en que “cuando en la casa hay niños, ancianos o enfermos, no hay dinero que alcance”.
Y sobrarán lectores que se identifiquen también con otras experiencias aquí relatadas, como las eternas esperas en la antesala del médico, los empeños del pariente enfermo en tomar las medicinas a su voluntad y no como fueron prescritas.
En ocasiones los gastos inútiles, las llamadas telefónicas por una crisis en la salud del padre o la madre, los delirios de la senilidad, la súbita hipocondría de algún pariente cercano.
Todo ello expresado en este emotivo y crudo relato en el que, a cada tanto y hasta la última línea, el narrador repite la duda sobre algún asunto con la frase “no sé si ya dije” tal o cual cosa.
Pero no, no lo había mencionado, aunque a lo largo de la novela sí dice todo lo que se refiere a su convicción de que “nunca estamos solos, nos acompañan los muertos y no pocas veces nos atormentan desde sus tumbas”.
José Antonio habla también, lo escribe, sobre las intermitencias de la muerte, de José Saramago (Punto de Lectura, 2007).
Se inicia con entusiasmo la lectura de esta novela que, de antemano, ofrece la garantía del genio irónico de su autor.
Uno descubre que sus fantasías son siempre estimulantes.
Su forma de narrarlas, nunca pierden nivel.
Sin embargo, la idea de referir la historia de un país donde repentinamente la gente deja de morir, argumentalmente se sostiene en alto hasta el momento en que unos campesinos llevan a su anciano y enfermo pariente al otro lado de la frontera, donde sí encuentra la paz eterna.
Allí la tesis comienza a perder escalones y se vuelve un tanto densa, con las truculencias de una “maphia” que aprovecha las circunstancias y todos los efectos que ello provoca.
Uno sigue con la lectura porque el estilo, no obstante, es muy disfrutable, y nuevas sorpresas premian esa fidelidad.
La muerte, etérea en la primera parte, toma forma y vuelve a su acción letal de una manera tan inverosímil como interesante, y aquella historia que comenzó con generalidades, se va particularizando hasta terminar con un solo caso, el del músico que se niega a morir, y cuyo desenlace cierra el ciclo abierto en la primera página: al día siguiente, nadie murió.
Y nos describe uno más:
La muerte de Iván Ilich, León Tolstoi (Premiá, quinta edición, 1991).
Tal vez no habría encontrado suficientes motivos para leer esta breve obra, si antes no hubiera conocido comentarios elogiosos del libro El acto de morir, del doctor Federico Ortiz Quezada, basado en lo que Tolstoi escribió.
De acuerdo con mi percepción sobre la obra del escritor ruso, la muerte comienza a gestarse cuando el enfermo está consciente de su agonía, y en el caso de Iván Ilich ese proceso fue penoso, doloroso y lento.
El autor describe todas las vivencias y emociones del paciente con tal detalle y maestría, que resultan de un realismo estrujante.
De ninguna manera se trata de una novela gozosa, sino más bien reflexiva acerca de una realidad que a todos nos alcanzará, de una u otra manera.
Nosotros admirado colega insistimos en morir…pero de viejos. Y aún cuando ya somos re viejos, no nos dan permiso. Mejor a la salud de los vivos una a la una. Le mejor medicina. Somos la muestra.