Alfa omega/Jorge Herrera Valenzuela
Los referentes izquierda y derecha han ido perdiendo fuerza y contenido. Cada vez más, su terreno es el de las emociones y el de los adjetivos, menos para definiciones ideológicas o programáticas. Ser de izquierda persiste como un sentimiento de orgullo y una forma de empatía con los menos favorecidos, mientras que ser de derecha o conservador, mucho más en México, continúa con una connotación negativa, que se acentúa si se le agrega la noción neoliberalismo. La realidad es que el liberalismo se desdibuja en los extremos, aunque continúa como paradigma vigente al suscribir inequívocamente la democracia liberal y sus valores.
El presidente López Obrador dice ser de izquierda. Muchos así lo consideran porque parte importante de su retórica suscribe la tesis “primero los pobres”. Sin embargo, la izquierda ya en el poder no se mide por las palabras, sino por su conducta, actitudes y, especialmente, por sus decisiones. También cuentan los resultados del ejercicio del poder.
En términos de política social, AMLO presenta un perfil ambiguo. Aunque a muchos les parezca, no es de izquierda el asistencialismo, menos la entrega de recursos sin un sentido focalizado para los más pobres de los pobres o estratégico para integrar a las personas y sus comunidades al desarrollo. En política económica AMLO es estatista, postura que la izquierda abandonó hace décadas y, en materia financiera, su obsesión es de corte neoliberal por su resistencia a una reforma fiscal distributiva y un pretendido equilibrio entre ingresos y egresos.
La militarización de la vida civil tiene poco que ver con la izquierda, quizás con la derecha en el sentido de privilegiar el orden por encima de las libertades, como en su tradicional postura del derecho de portar o poseer armas. La democracia plebiscitaria o directa ha sido utilizada por las dictaduras para minar los contrapesos institucionales del sistema democrático, incluyendo el de la estricta legalidad.
En materia de seguridad no hay manera de describir ideológicamente al presidente, aunque la militarización de la vida civil y su visión del papel de los militares es una postura propia de la derecha extrema; sin embargo, su estrategia (si así puede llamarse) de brazos caídos para combatir a la delincuencia organizada no es ni de izquierda o derecha, simplemente es la ausencia de autoridad y de una total irresponsabilidad política. Es la impunidad la causa más poderosa para el imperio de la violencia y justo a eso conduce la política pública en materia de seguridad. Remitir el compromiso a combatir las causas profundas de la criminalidad combatiendo la pobreza no merece el mayor análisis, particularmente cuando lo que se hace es incrementarla.
El presidente presume tolerancia, inexistente, como es también su postura liberal. Su frase “prohibido prohibir” es tan engañosa como aquella de que “al margen de la ley nada, por encima nadie”. Por otra parte, cobra relieve su manera de descalificar todo movimiento cívico crítico, así sea de los padres de menores con cáncer, el movimiento feminista, el ambientalista o el de las víctimas de la violencia. Igual de evidente resulta su silencio en temas de la agenda social como la despenalización del aborto, el derecho al matrimonio y a la adopción igualitaria o el movimiento LGTB. Omisión que nada tiene que ver con la izquierda, ni con una postura progresista. En su lugar, su idea de la familia y del papel de la mujer en el hogar lo hace un hombre plenamente conservador. La integración igualitaria de mujeres en su gabinete o su preferencia por Claudia Sheinbaum no cambia esa postura. Su intolerancia ante la libertad de expresión y la crítica lo hace un autócrata, sin importar afinidad ideológica.
Las contradicciones entre lo que se propone y lo que hace López Obrador hacen recordar a Luis Echeverría en aquello de que al conducir el gobierno encendía la direccional a la izquierda, pero viraba hacia la derecha.
Nota: Juego de Espejos tomará un receso. Regresará el lunes 22 de agosto.