Libros de ayer y hoy
Toda administración pública que se precie de democrática, incluyente y tolerante –incluso sin esas características–tiende a buscar acuerdos o pactos con sus opositores con el objetivo básico de llevar la fiesta en paz o, en términos de cierta demagogia enunciativa, contar con el consenso de todas las fuerzas políticas para gobernar sin sobresaltos.
Ocurrió en los tiempos de la que Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta, cuando el PRI era el partido único y el resto apenas comparsas o tímidos opositores que no se jugaban el pellejo. Y los que lo hicieron desde la clandestinidad o en la plaza pública fueron perseguidos y encarcelados o exiliados, en el mejor de los casos.
Médicos, ferrocarrileros, mineros, maestros, estudiantes que en las décadas de los 50, 60 y 70 se negaron a un acuerdo con el poder público y político y fueron reprimidos, asesinados, ejecutados. El entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz y su secretario de Gobernación, Luis Echeverría, fueron actores centrales del corolario de una época represiva que sus antecesores de la posrevolución no alcanzaron a esconder bajo la alfombra pero se quedaron en segundo plano porque las comunicaciones se modernizaron de forma tal que Díaz Ordaz y Echeverría Álvarez no pudieron ocultar sus crímenes, pese a haber aplicado la censura en los medios de comunicación.
Así, en México la búsqueda de acuerdos o pactos políticos ha sido una constante al inicio de los gobiernos federales, por diversas causas pero finalmente con el objetivo de evitar sobresaltos y desactivar a la oposición que suele convertirse en algo más que una piedra en el zapato, con el consecuente desgaste de la paciencia política que, con el hartazgo atravesado, aplica la mano dura o la represión selectiva. Marcelo Ebrard hizo maestría en ese ejercicio bipolar.
Y es que, durante el tiempo que el PRI ha estado fuera del máximo poder político del país, que es la Presidencia de la República, y en los gobiernos estatales, lo mismo las administraciones panistas que perredistas han procedido en consonancia con lo que durante largo tiempo, en la aspiración de tener el poder, han cuestionado, rechazado y repudiado con largueza.
Luis Echeverría, decíamos, en su momento, recurrió a un singular acuerdo con las fuerzas políticas que transitaban por el clandestinaje y se convirtieron en guerrilla para combatir al sistema de un corte dictatorial muy a la mexicana.
Mediante la amnistía y cooptación de líderes estudiantiles y políticos de filiación comunistas, algunos de ellos beneficiarios de jugosas becas para estudiar en el extranjero, especialmente en Europa, Echeverría selló un gran pacto con sus opositores y, pese a que con ello apisonó el terreno rumbo a la gran reforma política en el siguiente sexenio, al final de su gestión no pudo sacudirse el adjetivo de genocida y, pasado el tiempo, esa izquierda le cobra la factura y lo lleva a prisión para juzgarlo por genocidio. De nada le sirvió pactar.
José López Portillo también procedió con esa cautela política que, al final de su sexenio, le cobró serias facturas. Pasado el tiempo y en el ocaso de su vida, López Portillo presumió haber sido el último Presidente emanado de la Revolución Mexicana (con mayúsculas), aunque su gestión corrió aceitada por una falsa riqueza económica y la gran reforma política que, a manera de gran acuerdo, posibilitó que la oposición de izquierda y del Partido Comunista azteca llegara al Congreso de la Unión.
Pero los tiempos cambian y, cuando Miguel de la Madrid Hurtado buscó un acuerdo con todas las fuerzas políticas del país, igual convocó a los sectores del poder económico y a las organizaciones sociales para enfrentar una etapa de crisis, pero económica.
Y de ahí en adelante, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón buscaron, urgieron, convocaron, cada cual con su estilo y bemoles, los acuerdos políticos, los llamados grandes pactos –infructuosamente intentaron el símil con el de La Moncloa– en aras del desarrollo nacional, de la impostergable modernización de México.
Insoslayable la presencia de los aguafiestas, en la medida en que el abanico de partidos se abrió, subrayadamente en la denominada izquierda que, encabezada, primero por el PRD y luego por Andrés Manuel López Obrador, regateó apoyos o, de plano, se opuso a suscribir un acuerdo de civilidad política, cuando ese fue el caso.
Hoy, víspera de que Enrique Peña Nieto rinda protesta como Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos (denominación que no le gusta a don Felipe Calderón) el PRI ha convocado a las principales fuerzas política representadas en el Congreso de la Unión a suscribir un gran pacto que, de acuerdo con su presidente nacional, Pedro Joaquín Coldwell debe contener cinco grandes acuerdos que entrañan reformas legislativas lo mismo en materia energética que hacendaria y de seguridad social.
¿Y? ¡Adivinó usted! La Comisión Política Nacional del PRD condicionó sumarse a este pacto nacional. El PAN ha procedido con mesura; al final del día el albiazul sabe de qué se trata y no descarrilará su aspiración de volver a Los Pinos. Sin duda, Enrique Peña Nieto quiere llevar la fiesta en paz, pero igual su objetivo es mantener al PRI en la Presidencia y, para ello, la demagogia no es un buen condimento, mucho menos la imposición, sí la propuesta y el consenso.
Nada por la fuerza, todo por la razón y el derecho, reza una máxima juarista. Y, hasta donde sabemos, Juárez retorna a Los Pinos. Hoy, los pactos, los acuerdos tienen otra connotación, hay otra sociedad y ésta no comulga con procedimientos violentos. Conste.
QMX/msl