El concierto del músico/Rodrigo Aridjis
Una de las formas convencionales para desautorizar el mensaje es invocar la falta de autoridad moral del emisor. En esta tradición tan peculiar de la cultura política mexicana, lo de menos es el contenido, lo relevante es si quien habla cuenta con las credenciales morales que se supone debiera tener.
Es común descalificar desde el poder cualquiera crítica. No es nuevo, es una de las prácticas más recurrentes del México autoritario. Son iguales a los de antes que lo hacían de manera encubierta; ahora de frente. Al final, el mismo resultado: desentenderse de la crítica y de paso la intolerancia con la descalificación de quien habla.
El presidente López Obrador lo dice una y otra vez al rechazar cualquier observación crítica. Con el ejemplo, hoy es política de gobierno, como se muestra en el comunicado de la SEMARNAT respecto a las personalidades que se oponen al daño ecológico que provoca el Tren Maya. Según esto, los falsos ambientalistas callaron cuando se causaron daños en el sureste mexicano. Obligado es cuestionarse por qué eso no lo ha dicho el Presidente a Carlos Slim, quien se ha vuelto su generoso apoyador del nuevo aeropuerto, cuando antes fue abierto promotor, y hasta constructor del aeropuerto cancelado de Texcoco.
López Obrador suele recriminar a los medios de comunicación y a periodistas críticos que, supuestamente, callaron como momias frente a las tropelías y la corrupción de gobiernos anteriores. No es el caso de la mayoría de los periodistas; y aunque así fuera, la importancia radica en si el Tren Maya está dañando al medio ambiente, independientemente de las credenciales y de si quienes le reclaman en otros asuntos asumieron una actitud consecuente.
El círculo cercano de López Obrador habla de un debate sobre los medios de comunicación. Sería sano, útil, conveniente y oportuno. Todos aquellos con poder deben estar sujetos a escrutinio y a rendición de cuentas, incluso la oligarquía mexicana, cuyos privilegios continúan y se han acrecentado durante este gobierno. Las dos empresas que dominan la televisión abierta son prueba de ello. También es necesario discutir sobre la asignación de recursos públicos a los medios de comunicación y si tiene lugar en condiciones ajenas a la parcialidad y discrecionalidad.
El Presidente tiene una querencia hacia la victimización. En un extremo de exceso señala que él ha sido el más vilipendiado por la prensa desde Francisco I Madero. No es cierto. Bastaría mostrar cómo la cobertura noticiosa de la inauguración del Aeropuerto Felipe Ángeles ocurrió en términos de franca propaganda. Los casos en los que hubo alguna observación crítica, como la cobertura de Azucena Uresti, merecieron una réplica desproporcionada, majadera y agresiva de su parte.
Ahora no domina la censura, como ocurría en los gobiernos anteriores, sino algo peor, la autocensura; los medios de comunicación y algunos periodistas optan por el silencio a manera de no despertar la ira presidencial, como ocurrió con Televisa cuando adujo el supuesto pago a Carlos Loret de Mola. La actitud del mandatario puso en evidencia la condición de sometimiento de la empresa.
Quien gobierna se va; el mensaje queda, también el mensajero. Para cualquier político la confrontación con los medios de comunicación es una batalla perdida. Allí están Echeverría y López Portillo con Julio Scherer en Excélsior y Proceso. Más grave es el caso de López Obrador con todo aquél que no se le somete, que “no se ha portado bien” como dijo al inicio de su gobierno del mismo Proceso. Inevitablemente le viene con los medios una pesadilla. Para él, será revancha de los conservadores lastimados por la profundidad del cambio; para el periodismo, cumplir con su responsabilidad en el ejercicio de la libertad de expresión.